lunes, 18 de junio de 2012

Converso con el hombre que siempre va conmigo...



¿Cómo saber si hemos interpretado bien el mensaje? ¿Cómo saber si realmente hay un mensaje que interpretar?

No hay demostraciones científicas. Nadie nos va a firmar un certificado de que vamos por el buen camino... Seguramente tampoco podremos transmitir a nadie nuestra propia certeza.

Pero, cuando la tengamos, habremos de arriesgarlo todo por ella. Por la certeza de que había un mensaje y de que hemos sabido interpretarlo.

Implicará riesgos e implicará renuncias. Quizás tengamos que abandonar relaciones. Intentarán convencernos de que nos estamos equivocando; de que estamos locos. Nos criticarán; se burlarán...

Sigamos adelante. Tapémosnos los oídos a las voces externas. Atémonos al timón. Procuremos mantener la calma en la tormenta. Controlemos el miedo.

Tendremos miedo. Estamos solos. Nos toman por locos. La sociedad nos dice que no valemos nada.

No importa. Aferrémonos a nuestra certeza. A ese instante en el que vimos y escuchamos y estuvimos seguros del mensaje.


Luego han llegado los días oscuros. Quizás hemos llorado, y ni siquiera hemos tenido a alguien que nos confortara. El nuestro no es un miedo comunicable. Si pedimos ayuda, probablemente intentarán que abandonemos la búsqueda, que nos adaptemos.

Será fuerte la tentación, porque estamos solos en medio de un bosque oscuro.

No. No estamos solos. Sigamos hablando con esa voz que un día escuchamos. «Aunque camine por el Valle de las Sombras, no temeré mal alguno».


Las respuestas pueden llegar a través de unas notas de música, o de la aridez de un sendero, o del silencio de una biblioteca, o de la conversación con un desconocido...

No se trata de una única respuesta definitiva. La verdad se va revelando poco a poco. Débiles rayos de sol traspasan con dificultad la espesa niebla.

Son ángeles que salen a nuestro encuentro. Nos hemos puesto en camino, vamos atentos a las señales. En el comienzo de la búsqueda, eso es lo único que podemos hacer. Ponernos en camino, y esperar a que algún enviado nos salga al encuentro. Cuando cae la oscuridad, eso es lo único que podemos hacer. Seguir caminando, y confiar en que algún enviado nos tienda la mano.

A veces no los reconocemos. Su voz se confunde con las demás voces, o es apagada por los terremotos que con frecuencia sacuden nuestro interior.

Si no nos rendimos, si no retrocedemos, volveremos a oirla. Se calmarán las aguas. Se deshará la niebla.


Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
-quien habla solo, espera hablar a Dios un día-;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

(Antonio Machado)

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