viernes, 27 de enero de 2012

¿Cómo se alcanza el Grial?



El Grial es la mayor búsqueda y la mayor recompensa.
No es posible alcanzar el Grial sin esfuerzo. Sin arriesgarlo todo.


No se puede alcanzar el Grial con navegación de cabotaje. Para alcanzar el Grial, hay que salir a alta mar y exponerse a las tormentas, y experimentar el miedo.


El miedo forma parte del camino. Superar el miedo forma parte del aprendizaje.


Si queremos mantenernos a cubierto, no lo encontraremos. La primera prueba que ha de ser superada es tomar la decisión de soltar amarras, de quitar la red protectora, de caminar solo.


Conforme nos internemos por ese sendero, nos iremos dando cuenta de que esa soledad nos enriquece, nos ilumina, nos enseña.


Pero habrá momentos difíciles. Momentos en que todo se quede a oscuras y creamos que nos hemos equivocado y nos sintamos perdidos.
En los momentos de oscuridad, estaremos tentados de arrepentirnos. Lamentaremos haber iniciado el viaje, querremos regresar.


Es entonces, más que nunca, cuando hay que resistir. Pedir ayuda a los ángeles, y resistir. Desoir las voces que nos recriminan el riesgo asumido, que nos reprochan el haber echado todo por la borda a cambio de nada.
No queda sino seguir andando, a oscuras, aguzando los sentidos, a la espera de que se nos ofrezca algún indicio que nos permita recuperar la calma.
Resistir la tentación de retroceder.


Cuando iniciamos el viaje, sabíamos que habría momentos difíciles. Momentos en los que pasaríamos miedo. Momentos en los que tendríamos frío. Pero la peor prueba, la que provoca más miedo y más frío, es esa oscuridad en la que nos preguntamos si no nos habremos equivocado.
Nos hemos quedado sin nada, estamos desnudos y solos en medio de la oscuridad, en medio de la tormenta.


Pidamos entonces ayuda a los ángeles y sigamos andando.
Lo pasaremos mal, pero, antes o después, se abrirán las sombras. La luz, que llegamos a creer apagada para siempre, surgirá en algún punto. Podremos volver a caminar con la certeza de estar en el buen camino.


Esa luz es lo que nos hizo iniciar la búsqueda. Arrostrar renuncias, burlas, golpes. Llegamos a creernos extraviados y desamparados. Pero cuando, en lo más profundo de la oscuridad, ha vuelto a brillar, su resplandor, aunque aún tenue, ha justificado todo lo recorrido.
Ese resplandor es la respuesta a todas las preguntas que hemos hecho.
A veces las formulamos con temor, pensando que quizás era mejor no preguntar, acomodarse, aceptar lo establecido.


Por seguir ese resplandor la sociedad nos ha situado al margen. Pero ahora, marginados, extra-vagantes, nos sentimos, sin embargo, elegidos.
Elegidos por la luz por seguir la cual nos tomaron por locos. Y acogidos por los ángeles que creíamos que nos habían abandonado.

miércoles, 25 de enero de 2012

¿Dónde está el Grial?




El Grial está en la parte más honda de nuestro interior.
En la parte de nuestro interior a la que nunca accedemos, atareados como estamos siempre por menudencias que nos parecen importantes.
¡Perdemos tanto tiempo, tantas energías, en cosas intrascendentes, en objetivos nimios, en problemas irrelevantes! La vida nos pone tantas trampas. Nos entretenemos en búsquedas falsas, nos distraen los cantos de numerosas sirenas, nos pasamos la vida tratando de desenredar nuestra ropa de la maleza en la que se nos engancha impidiéndonos continuar el camino.
Es difícil tomar la decisión de quitarnos la ropa y seguir andando. Es “nuestra” ropa. No queremos renunciar a ella. Y en cambio, ahí se nos queda la vida, enredada en las zarzas, fútilmente gastada.


Entre tanto, el Grial brilla en lo más hondo de nuestro interior, pero no lo vemos.
No lo vemos porque no miramos en la dirección adecuada. No lo vemos porque está muy lejos. Lejos, en nuestro interior, que, a veces, está más lejos que la Luna.


Hay que hacer un largo recorrido para llegar a nosotros mismos. Hay que pasar por un largo aprendizaje.
Llevamos una apacible vida al abrigo de nuestras costumbres y nuestras minúsculas seguridades, convencidos de que estamos haciendo lo correcto, de que internarse en terreno desconocido es peligroso.
Estamos seguros en nuestra casa, con nuestra familia y nuestro trabajo. Estamos obrando bien. Tenemos un suelo firme que pisar. Tenemos nuestro tiempo ocupado. Ocupado en pequeñas cosas triviales, a veces placenteras, a veces molestas, que no nos dejan pensar demasiado. Que no nos dejan mirar, ni demasiado hondo, ni demasiado lejos.
Cuesta mucho atreverse a seguir a esos extranjeros que de vez en cuando pasan por delante de nuetra casa.


¿Son caballeros o ángeles? Montan espléndidos caballos. Visten radiantes armaduras. Su visión nos atrae. Nos gustaría ir con ellos.
Pero nos dan miedo. ¿Quiénes son? ¿A dónde se dirigen? ¿Y si, al seguirlos, nos equivocamos, perdemos nuestra seguridad, nos extraviamos? ¿Y si nos conducen hacia el peligro?


Nos quedamos. Los vemos pasar y alejarse y volvemos a nuestras tareas cotidianas, a nuestras rutinas, nuestras diversiones, nuestros aburrimientos. Todo eso que no nos deja tiempo libre para pensar, para mirar en nuestro interior, para plantearnos la posibilidad de seguir a esos extranjeros.
Si un día nos atreviéramos, nos llevarían a un largo viaje. Un viaje arriesgado. Un viaje en el que quizás gastáramos todo lo ahorrado. Tendríamos que renunciar a todas las seguridades, caminar por el borde del precipicio, hacer frente a monstruos, acostumbrarnos a la soledad...
En ese viaje se arriesga mucho y se aprende mucho. Se atraviesan montañas y desiertos, lugares hermosos y lugares terribles. Es un viaje largo. Muchas veces dudaremos. ¿A dónde vamos? ¿Por qué no nos hemos quedado en casa?


Si no nos echamos atrás, si superamos las pruebas y vencemos a los monstruos, si llegamos al final, nos daremos cuenta de que hemos llegado al fondo de nosotros mismos, a ese lugar profundo en el que nunca nos atrevimos a mirar.


Y ahí, en lo más hondo, en ese fondo que antes estaba tan oscuro y que ahora se ilumina, ahí está el Grial.

lunes, 23 de enero de 2012

La riqueza del Templo




María de Betania es la personificación del derroche.

Derrocha tiempo. En vez de trabajar, en vez de mostrarse atareada como su hermana, en vez de ocuparse de las labores pendientes, se sienta a escuchar a Jesús.

Su hermana se lo reprocha. Jesús la defiende.

Derrocha dinero. En vez de entregar sus ahorros a los pobres, los “malgasta” en perfume que derrama sobre el cabello y los pies de Jesús.

Judas se lo reprocha. Jesús la defiende.

Jesús defiende el derroche hecho en Él, por Él.


Porque ese derroche no es tal. Ese derroche es búsqueda de Dios.

El empeño de los últimos tiempos por desacralizarlo todo ha vaciado de sentido esas ofrendas. Nos hemos empeñado en desacralizar a Dios.

Si desacralizamos a Dios, sólo queda la visión material. Sin darnos cuenta, podemos estar dejando de hablar de Dios. Estaremos hablando de otra cosa. De cosas “útiles”; de cosas “prácticas”. Pero no de Dios.


Cuando María derramó un frasco entero del mejor perfume para ungir a Jesús, éste no le censuró el derroche. Al contrario. Frente a las voces que se levantaron para criticar el acto de María, argumentando que había mejores modos de aprovechar ese dinero, Jesús defendió el gasto supuestamente superfluo.

Del mismo modo, Jesucristo no consideró que el templo fuera lugar aprovechable para menesteres prácticos con los que subvenir a carencias materiales. Al contrario. Expulsó a los mercaderes. Exigió que el espacio sagrado no fuese profanado.

Jesucristo, acostumbrado a predicar al aire libre, afirmó sin embargo la importancia del templo.


Grandiosos templos; ricas pinturas de los mejores artistas; hermosas esculturas de mármol; mensajes labrados en piedra, en madera, en bronce...

¿Era inútil, innecesario, equivocado, todo ese despliegue? ¿Era un despilfarro?

No, no lo era; no lo es. Lo que se conserva en iglesias y catedrales, en conventos y monasterios, no puede medirse en dinero. Es otra cosa.

Considerar que un templo y las riquezas que contiene es algo evaluable con criterios crematísticos es no entender que el ser humano tiene otras necesidades además de las estrictamente físicas.

Entrar en esos templos en los que se ha “derrochado” esfuerzo y riquezas, y que siguen actuando como tales templos, nos pone en comunicación con algo que está más allá de una confesión religiosa concreta, más allá de un sacerdocio, más allá de un dogma.


Porque esos templos para erigir los cuales cualquier aportación parecía justificada, son algo más que una mera suma de obras artísticas de cuya venta se puede obtener un beneficio. Ese cálculo convierte a quien lo hace en uno de esos mercaderes contra los que se indignó Jesús.

La riqueza de los templos antiguos es el perfume con el que María unge los pies de Jesús.


El espacio del templo no es pura materia. Es, al contrario, materia trascendida. Y es el lugar en el que el hombre también puede trascender su propia materia y comunicarse con el Espíritu. El templo es una especie de máquina prodigiosa que puede transportar al hombre a otro ámbito, que puede propiciar la revelación, el contacto con la Divinidad.

Si se vendieran los templos y fueran destinados a otros usos, estaríamos destruyendo esas máquinas prodigiosas.

Si los templos se convierten en meros objetivos turísticos, provocaremos tales interferencias en la transmisión del mensaje que la comunicación se hará imposible. Desvirtuar los templos convirtiéndolos en simples espacios turísticos es destruir ámbitos de conexión con lo sagrado.

Los templos nos son necesarios a todos, para salvaguardar nuestra propia posibilidad de comunicarnos con lo Trascendente. Aunque no profesemos unas creencias determinadas. Los templos nos pertenecen a todos, no para destruirlos, sino para que sigan siendo esos vehículos mágicos capaces de transportarnos al plano de la trascendencia. Esos canales de conexión que facilitan la transmisión del mensaje del Espíritu.


Cuando se entra en un templo que ha dejado de servir como tal y que ha sido reconvertido por la Administración en algún otro tipo de local, no se puede sino tener un sentimiento de pérdida. El lugar ha perdido su fuerza, ha perdido su potencial transmisor, ha perdido su carga espiritual. Es sólo un edificio. Un edificio vacío, aunque se haya llenado de actividad mundana.


sábado, 21 de enero de 2012

La importancia del Templo



El catarismo no tuvo tiempo de desarrollarse. No tuvo tiempo para establecer criterio sobre muchas cosas. Sólo tuvo tiempo para poner los cimientos.

Por eso se han podido hacer tantas afirmaciones equivocadas sobre su mensaje. Sin atender a cuáles eran esos cimientos, se ha echado a volar la fantasía, siempre pro domo sua. El partidario del vegetarianismo, ha insistido en que éste formaba parte sustancial de la vida y la doctrina cátaras. El partidario del amor libre, ha recreado una imagen de los cátaros próxima a la de los hippies de las comunas del 68. Los partidarios de la New Age, los han reclutado para sus filas... Los cátaros resultan ser libertarios avant la lettre, comunistas avant la lettre, naturistas, esoteristas, ecologistas...

Hay tanta adherencia en torno al catarismo, que se hace difícil llegar a los cimientos, a la desnudez de los cimientos.


Ahí, en la raíz, en el fundamento, lo que encontramos es la existencia de dos Principios:

El Principio del Bien, que es el ámbito del Espíritu.

Y el Principio del Mal, que es el ámbito de la Materia.

La Materia es el reino del Maligno. Todo lo relativo a la materia, pues, le es ajeno al Espíritu.


Sin embargo, el enfrentamiento radical entre los cátaros y la Iglesia católica fue un triste episodio de una época y un territorio determinados. Hoy el catarismo puede dialogar con el catolicismo, como con las demás iglesias y credos. Partiendo de postulados diferentes, disintiendo en algunos puntos esenciales, sin embargo nada impide que el catarismo reconozca lo mucho bueno que ha aportado la Iglesia católica a lo largo de los siglos.

¿Puede un cátaro rezar en un templo católico? Ciertamente sí. Como en una mezquita o una sinagoga. Como en un templo hindú o sintoísta.


Los templos, sean del credo que sean, facilitan el contacto con el Espíritu. Se erigieron para eso. Los templos son el mayor esfuerzo hecho por el hombre para, en cierto modo, convertir la materia en espíritu. Lo son, al menos, los templos antiguos.

En el mundo occidental, los templos actuales son otra cosa. Son ya meros locales que se destinan al culto como podrían dedicarse a cualquier otra función. Podrían ser igual un templo o una tienda o una oficina. En su inmensa mayoría, no se construyen con el propósito de que su función sea la comunicación con Dios. El arquitecto ni siquiera se plantea el edificio en esos términos. Muchos de los templos más o menos recientes son tan sólo los bajos de una finca cualquiera.

Si queremos utilizar el templo como vehículo que nos aleja de la Materia y nos aproxima al Espíritu, hemos de recurrir al pasado. A los tiempos en que los arquitectos sabían que construir un templo no es lo mismo que construir una vivienda o un almacén.


En los grandes templos católicos de los siglos pasados, todo habla al Espíritu. Construidos con elementos materiales, sin embargo transmiten el Espíritu, igual que los cables transmiten la electricidad.

No importa que no se compartan los postulados vaticanos. Penetrar en las grandes catedrales antiguas es una experiencia mística. Los arquitectos que las levantaron sabían que no estaban trabajando para la Materia sino para el Espíritu.

El cátaro puede rezar en esos templos igual que el católico. Cuando los ojos contemplan la luz tamizada por las vidrieras, o las columnas elevándose interminablemente, o la solidez de los muros de piedra delimitando con rotundidad el espacio sagrado, no están contemplando trozos de cristal y bloques de piedra. El que sabe mirar, ve a través de esos cristales y esas piedras. El que sabe mirar, a través de esos trozos de materia puede ver a Dios.


Hay imágenes. Hermosas imágenes. Vírgenes, ángeles, santos, Cristos...

Son sólo imágenes. Imágenes hermosas. Pero son, sobre todo, imágenes esculpidas o pintadas con la intención de transmitir un mensaje. Lo importante, en esas imágenes, no es si representan a un Dios barbado, a un querubín, a los apóstoles... Lo importante es el mensaje que transmiten. Y el mensaje es espiritual. Esas esculturas y murales son el medio, como lo son las palabras.


Todo, en el templo antiguo, está transmitiendo un mensaje. El hombre moderno con frecuencia desprecia ese mensaje. No se preocupa por obtener las claves para descifrarlo. Penetra en el espacio sagrado como entraría en un cine o una peluquería. Sólo ve materia...

viernes, 20 de enero de 2012

El Arte en el Templo


En el espacio contenido por el templo, el Arte no puede ser entendido meramente como un objeto valioso. Como materia susceptible de especulación económica.


El Arte, en el espacio del templo, es una vía de Revelación. A través del Arte el hombre puede presentir algo de lo que hay al otro lado. Ese estremecimiento que el hombre experimenta en el templo no es sino la sensación de que hemos entrevisto la otra realidad, la otra vida. Esa emoción es el sentimiento del exilio. En ese sentimiento hay gozo, porque entrevemos nuestro hogar perdido. Hay, también, dolor, porque experimentamos la nostalgia, la ausencia, el despojamiento. Pero, gracias a esa experiencia, mantenemos el contacto con el Origen. El Espíritu nos roza con los dedos, nos susurra al oído. Nos deja constancia de su existencia. Se da a conocer.


El Arte, en el espacio del templo, es vehículo entre el hombre y Dios. Vehículo por el que el hombre expresa a Dios su afán. Vehículo por el que Dios encuentra el modo de que el hombre experimente Su existencia.


Esa experiencia nos transforma. El Arte es una vía de Conocimiento. De Conocimiento de Dios. De Conocimiento transformador. El Arte nos permite vislumbrar a Dios, y ese vislumbre nos acerca al Espíritu y nos desapega de la Materia.

Es una experiencia íntima y personal en la que se conjuga la arquitectura, la luz, la música, el silencio... Una experiencia sutil que puede verse truncada por múltiples interferencias.


Pero, mientras conservemos los templos, esa experiencia será posible. Mientras los templos sigan teniendo la consideración de tales, seguirán actuando como poderosos transmisores.

En el momento los convirtamos en objetivos turísticos o locales museísticos, cegaremos la vía, interrumpiremos la transmisión.


El templo puede ser lugar de congregación de los fieles de una misma religión. Pero es, sobre todo, lugar de reunión del hombre con Dios.

Para que se produzca ese contacto, esa experiencia, la actitud del hombre ha de ser la adecuada. Ha de ser consciente de que no está en un lugar cualquiera, sino que ha entrado en un espacio sagrado. Al penetrar en él, la actitud del hombre ha de alterarse. Ha de hacerse receptivo a la manifestación del Espíritu. El templo facilita esa manifestación, siempre y cuando el hombre sepa abrirse a ella.

Si entramos en el templo dispuestos a comunicarnos con el Espíritu, el Espíritu se pondrá en contacto con nosotros.


La experiencia de la comunicación es personal. No puede vivirse de modo vicario. Por eso, es imprescindible preservar los canales que nos posibiliten ese acercamiento.

Es una experiencia intensa y profunda, una experiencia que estremece. La experiencia del recuerdo de lo olvidado.


Cada capitel de cada claustro, cada bóveda de cada ábside, cada figura pintada en cada mural, cada destello de cada retablo... Todo ha sido construido, pintado y tallado para servir de vía de comunicación.


El Arte en el espacio del templo es una vía de Revelación. Si desmontamos las piezas del templo y las trasladamos a otros lugares convertidas en mercancía, habrán perdido su sentido, su fuerza trascendente y transmisora. Podremos contemplarlas, analizarlas desde el punto de vista académico, calcular su precio... Pero las habremos destruido. Serán ya, sólo, mármol, lienzo, oro, piedra trabajada... Pero el Espíritu habrá dejado de fluir por ellas.