domingo, 24 de julio de 2011

La escondida senda


Nos acompañan los ángeles. No los vemos, pero en ocasiones podemos sentirlos. Son, como nosotros, espíritus de luz. Pero, al contrario que nosotros, no se hallan presos en estas cárceles materiales que son los cuerpos. Son espíritus libres. Forman parte de la Luz. Del ejército de la Luz.
Si decidimos luchar a su lado, nos será más fácil sentir su presencia. Si nos apartamos del mundo, podremos advertir su resplandor. Nuestros pasos y los suyos se irán acompasando. En el silencio, en la soledad, podremos establecer contacto. Conforme nos vayamos desasiendo de la materia, nos será más fácil percibir su compañía.


El camino cátaro consiste en aprender a andar con ellos. Con los ángeles. Conforme avancemos en ese camino, lo demás dejará de importarnos. El mundo creerá que caminamos solos, pero nosotros sabremos que vamos acompañados. Que vamos en la mejor compañía.

El camino cátaro consiste en convertirnos en compañeros de viaje de los ángeles. En irnos alejando de la materia. En internarnos en la soledad.
Ahí, en la soledad, los encontraremos. Hay, en la Tierra, lugares solitarios en los que, de algún modo, es posible entrar en contacto con la Luz. De algún modo misterioso, en algunos lugares solitarios la materia se hace más sutil y la Luz consigue penetrarla y comunicarse con nosotros.
Ahí están, los ángeles.
Hace falta estar alerta, preparado, dispuesto, para percibir su presencia. Para percibir ese estremecimiento. Esa repentina plenitud. Esa íntima e inefable alegría.


Es Dios comunicándose con nosotros. Son los ángeles, caminando a nuestro lado.
A partir del momento en que se establece ese contacto, ya no deseamos otra cosa más que mantenerlo, profundizar en él. Avanzar por ese sendero estrecho que nos lleva hacia Dios.

Si no nos apartamos, si no nos dejamos arrastrar de nuevo por el peso de la materia, poco a poco iremos sintiendo cómo la claridad nos envuelve. Sentiremos la compañía de los ángeles. Escucharemos su voz.

Son emisarios de Dios. Nos ayudan a recordar. Nos acompañan por la senda solitaria. Iluminan la sombra.


Es necesario aguzar el espíritu para reconocerlos. Es necesario esforzarse. Pero llega un momento en el que se abren las penumbras, y a partir de entonces uno ya sólo quiere avanzar hacia esa claridad, intensificar esa relación, reunirse con la Luz. A partir de ese momento, las dificultades se tornan feliz sendero de regreso a casa.


“¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruïdo
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!”
(Fray Luis de León)

sábado, 23 de julio de 2011

Vino a los suyos, pero los suyos no lo conocieron


En el principio era la Luz. En el principio era la Vida. En el principio era la Felicidad.
En el principio era el enfrentamiento entre la Luz y la Oscuridad.
En esa lucha, partículas de luz se desprendieron del seno de Ésta y fueron apresadas por las sombras.
Eso somos nosotros, los hombres. Partículas de luz en el Valle de las Sombras. Chispas de espíritu presas en la materia.


Jesucristo es el enviado de la Luz que viene a recordarnos nuestro origen, a devolvernos la memoria de nosotros mismos, a señalarnos el camino de regreso al hogar.
Vino a los suyos, pero los suyos no le reconocieron.
Cegados por la sombra, no reconocemos la Luz. Embotados por la materia, no somos capaces de entender el mensaje del Espíritu.

“Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros.”
(Juan, I, 14)

La Luz adoptó aspecto de sombra para poder ser visto por las sombras. El Espíritu tomó apariencia de materia para comunicarse con estos espíritus envueltos en materia que somos los hombres.
Pero, lastrados por la materia, cegados y ensordecidos por la materia, no somos capaces de entender al Mensajero.
El ruido del mundo nos impide escuchar el sonido del Verbo. Las sombras se espesan y no nos dejan ver la claridad.


El camino cátaro consiste en recuperar vista y oído para escuchar la Palabra que nos devuelve la conciencia de nosotros mismos, para ver el resplandor que nos indica la salida de esta prisión oscura que, equivocados, hemos creído que era nuestro lugar.
Jesucristo es el Mensajero, el Puente, el Salvador.
El camino cátaro consiste en cruzar ese puente, en tomar la mano que nos tiende el Enviado y atravesar con Él la puerta que separa las Sombras de la Luz.


“Declararé cosas escondidas desde la fundación del mundo.”
(Mateo, XIII, 35)
Viene Jesucristo a revelarnos lo oculto, a declarar lo escondido, a recuperar lo perdido. A recordarnos lo que olvidamos cuando quedamos presos de esta creación material. A decirnos quiénes somos y cómo podemos regresar al lugar del que procedemos.


Jesucristo estuvo en la Tierra. Nos acompañó durante un breve periodo de tiempo. Pero su mensaje permanece. Jesucristo es la mano de Dios que se extiende hacia nosotros. Tomar esa mano significa establecer una relación de mutua ayuda. Nosotros lo necesitamos. Él nos necesita. El camino cátaro implica aceptar esa relación. Pedirle su ayuda y ofrecerle la nuestra. Luchar juntos. Luchar en el bando de Dios. Luchar contra las Sombras. Reconocernos como seres de Luz.

domingo, 17 de julio de 2011

Ayes del destierro


"¡Cuán triste es, Dios mío,
la vida sin ti!
Ansiosa de verte,
deseo morir.

Carrera muy larga
es la de este suelo,
morada penosa,
muy duro destierro.
¡Oh sueño adorado,
sácame de aquí!
Ansiosa de verte,
deseo morir.

Lúgubre es la vida,
amarga en extremo,
que no vive el alma
que está de ti lejos.
¡Oh dulce bien mío,
que soy infeliz!
Ansiosa de verte,
deseo morir.

¡Oh muerte benigna,
socorre mis penas!
Tus golpes son dulces,
que el alma libertan.
¡Qué dicha, oh mi Amado,
estar junto a Ti!
Ansiosa de verte,
deseo morir.

El amor mundano
apega a esta vida;
el amor divino
por la otra suspira.
Sin ti, Dios eterno,
¿quién puede vivir?
Ansiosa de verte,
deseo morir.

La vida terrena
es continuo duelo:
vida verdadera
la hay sólo en el cielo.
Permite, Dios mío,
que viva yo allí.
Ansiosa de verte,
deseo morir.

¿Quién es el que teme
la muerte del cuerpo,
si con ella logra
un placer inmenso?
¡Oh! sí, el de amarte,
Dios mío, sin fin.
Ansiosa de verte,
deseo morir.

Mi alma afligida
gime y desfallece.
¡Ay! ¿quién de su amado
puede estar ausente?
Acabe ya, acabe
aqueste sufrir.
Ansiosa de verte,
deseo morir.

El barbo cogido
en doloso anzuelo
encuentra en la muerte
el fin del tormento.
¡Ay!, también yo sufro,
bien mío, sin ti,
Ansiosa de verte,
deseo morir.

En vano mi alma
te busca, oh mi dueño;
Tú, siempre invisible,
no alivias su anhelo.
¡Ay! esto la inflama,
hasta prorrumpir:
Ansiosa de verte,
deseo morir.

¡Ay!, cuando te dignas
entrar en mi pecho,
Dios mío, al instante
el perderte temo.
Tal pena me aflige
y me hace decir:
Ansiosa de verte,
deseo morir.

Haz, Señor, que acabe
tan larga agonía;
socorre a tu sierva
que por ti suspira.
Rompe aquestos hierros
y sea feliz.
Ansiosa de verte,
deseo morir".

(Teresa de Jesús)

sábado, 16 de julio de 2011

"Y tan alta vida espero que muero porque no muero"


"¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero.


¡Ay, qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!
Porque si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga:
quíteme Dios esta carga,
más pesada que el acero,
que muero porque no muero.


Sólo con la confianza
vivo de que he de morir,
porque muriendo el vivir
me asegura mi esperanza;
muerte do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
que muero porque no muero.


Mira que el amor es fuerte;
vida, no me seas molesta,
mira que sólo me resta,
para ganarte perderte.
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga ligero
que muero porque no muero.


Aquella vida de arriba,
que es la vida verdadera,
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva:
muerte, no me seas esquiva;
viva muriendo primero,
que muero porque no muero".

(Teresa de Jesús)

viernes, 15 de julio de 2011

"Ya es tiempo de caminar"



Los místicos de nuestro Siglo de Oro recorrieron este camino y supieron explicárnoslo.


Las palabras de Teresa de Cepeda constituyen una formulación hermosa y precisa de lo que significa este camino:

“Vivo sin vivir en mí
y tan alta vida espero
que muero porque no muero”.


Estos versos contienen una visión de la muerte como hecho alegre, anhelado, feliz. La puerta a una vida mejor.


Repetidamente en sus escritos Teresa expresó su deseo de morir, su concepción de la muerte como comienzo de la vida verdadera:

“Pues todos temen la muerte,
¿cómo te es dulce el morir?
¡Oh, que voy para vivir
en más encumbrada suerte!”


La muerte es el acceso a la vida, el final de este recorrido por territorios lúgubres. Teresa imagina y anhela ese instante dichoso:

“¿Qué será cuando veamos
a la inmensa y suma luz?”


En septiembre de 1582 llegó Teresa enferma al convento de Alba de Tormes; pocos días después, ya no le quedaban fuerzas para levantarse de la cama. Un día de octubre, sus monjas le oyen decir:

“Señor, ya es llegada la hora deseada, ya es tiempo de que nos veamos. Señor mío, ya es tiempo de caminar”.


miércoles, 13 de julio de 2011

"Nunca más servir a Señor que se me pueda morir"

De algún modo que no comprendemos, el Daimon chapucero nos ha atrapado en estos cuerpos tan chapuceros como su autor.

El noble Francisco de Borja había sido, como otros muchos en la corte, deslumbrado por la belleza de la emperatriz. En mayo de 1539 moría Isabel en Toledo, y el marqués formó parte de la comitiva encargada de trasladar el cadáver a Granada, donde iba a ser enterrado.
Como parte del ceremonial, el Caballerizo Mayor de la emperatriz, Francisco de Borja, era el encargado de cerrar el féretro tras depositar en él el cadáver y de abrirlo al llegar al lugar del enterramiento, para dar fe de que el cuerpo guardado en el ataúd seguía siendo el mismo.


El viaje cobra carácter iniciático.
El cortejo fúnebre transporta el cuerpo de la reina por los caminos manchegos y andaluces, bajo un sol ya casi de verano.
Doña Isabel había ordenado que no se la embalsamase...


En Granada don Francisco abrió el ataúd para reconocer el cadáver, para certificar la identidad del cuerpo.
El caballero contempló con horror a su bellísima emperatriz.
El rostro de la difunta, aquel rostro fascinante, estaba ya en proceso de descomposición. El cuerpo tan bello de aquella mujer se había corrompido por el camino.
De la aparente belleza de la carne no quedaba nada. Despojos hinchados y pútridos, gusanos...


Don Francisco abre la caja y mira, y lo que ve lo cambia para siempre. Es un instante de horror y de revelación. Esa caja contiene el auténtico sentido de la vida terrena, el misterio de misterios, lo que se esconde bajo la superficie cotidiana.
Francisco decidió entonces: “Nunca más servir a señor que se me pueda morir”.


Francisco de Borja sufrió un fuerte impacto, una intensa sacudida. Ya no volverá a ser el mismo. Ese instante de contemplación de la verdad conlleva un cambio radical. Comprende que la belleza terrena es engañosa, que bajo la atractiva piel de la emperatriz latía ya el principio de la corrupción, que la esencia de la materia es la podredumbre.


Don Francisco destapó la caja del misterio y descubrió la verdad: la carne se corrompe, la hermosura física se pudre, la belleza de la materia es falsa apariencia.


Al término de la tétrica peregrinación por tierras castellanas, don Francisco ve la verdad. Y se aparta del mundo para siempre. Se aparta del reino del Daimon que gobierna la materia, y emprende el camino hacia la Luz.


domingo, 10 de julio de 2011

Y sin Él se hizo la Nada


“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.
Éste era en el principio con Dios.
La vida fue hecha por Él, y sin Él fue hecha la nada.”
(Juan, I, 1-3)

Sin Él fue hecha la Nada.
“La Nada”: El Principio Negativo, el Principio del Mal.
Es decir : Sin Él, sin su participación, se hizo el Demiurgo y, con éste, todo lo que de malo hay en el mundo; se hizo, en suma, el mundo material.

“Lo que en Él fue hecho era la vida, y la vida era la luz de los hombres.”
(Juan, I, 4)

En Él estaba la vida, y sin Él se hizo este mundo de corrupción y muerte.


Este mundo no es obra de Dios. Este mundo es obra del Demiurgo, y en todo lo que a este mundo pertenece late el germen de la putrefacción. En el capullo se oculta el gusano. La belleza del cuerpo pronto se convierte en enfermedad y degeneración. No hay nada en lo que vemos que no esté gobernado por el Principio del Mal. La carne se estropea, las rosas se pudren, el hermoso color azul del cielo es mentira, bajo la belleza de los verdes prados se esconde el mundo feroz de los insectos...

Esta creación cruel y defectuosa no puede ser obra de un Dios Bueno. Estos cuerpos abocados al envejecimiento y el dolor, esta tierra en la que los animales se devoran unos a otros y en la que el aroma de las flores pronto se transforma en pestilencia, no es obra del Dios de la Vida. Allá a donde miremos, tras la apariencia atractiva se oculta la fealdad y la miseria, la desgracia y el deterioro.


La obra de Dios es el mundo del espíritu, el mundo al que realmente pertenecemos, aunque lo hayamos olvidado, aunque el peso de estos pobres cuerpos corruptibles nos impida elevarnos para poder ver el resplendor de la patria perdida. Nos pasamos todo el tiempo prestando atenciones y preocupación a estas vainas mortales en las que el Demiurgo nos mantiene encerrados, a estas creaciones chapuceras del hacedor de la materia, y apenas nos acordamos de nuestro auténtico ser, de nuestro verdadero hogar.


Si lo recordáramos, no nos daría miedo la muerte. Sabríamos que la muerte no es nada, la esperaríamos como la apertura de la puerta de la cárcel, el final del dolor, el retorno feliz a la Luz.

“Lo que en Él fue hecho era la vida, y la vida era la luz de los hombres.”

Al quedar atrapados en estas pobres ataduras, hemos olvidado la auténtica vida, la vida que es luz sin dolor, hemos olvidado que somos espíritu creado por el Espíritu, luz creada por la Luz, vida creada por la Vida. 


Si lo recordáramos, la muerte sería el momento más feliz de nuestra estancia en la Tierra. La muerte es el final de las preocupaciones que nos agobian, del miedo que nos atenaza, de la enfermedad que nos oprime. La muerte es la recuperación de la libertad, el regreso a la felicidad, la interrupción de la pesadilla. La muerte es la mano amiga que, sacudiéndonos, nos despierta del mal sueño.

Nuestro miedo a la muerte está injustificado. Al otro lado de la muerte nos espera el Dios de la Vida, el creador de nuestro espíritu inmortal. La muerte es sólo el instante de sobresalto que nos saca de la pesadilla y nos devuelve la paz.