lunes, 16 de marzo de 2015

Dios



¿Cómo hablar de Dios? ¿Cómo hablar de lo que no puede verse, de lo que no puede aprehenderse...?
Así que muchos sacerdotes han optado por dejarlo al margen y hablar del prójimo.
Pero del prójimo también hablan los ateos. De la labor social, de la atención a los necesitados, hablan también los que piensan que la única realidad es la terrena.
Afirman que lo que diferencia a unos y otros es que los creyentes ayudan al prójimo por amor a Dios.
Es posible. Pero ¿qué es, quién es ese Dios al que aman?
Mientras que los unos dicen ayudar al prójimo por amor a Dios, los otros lo hacen por amor a la Humanidad, humanidad que así se convierte en una especie de pseudodios al que ofrecer nuestros esfuerzos y en el que poner nuestras esperanzas.
En realidad, hay poca diferencia. La divinidad se va difuminando hasta diluirse en un magma de conceptos amables.
Lo que debería traspasarnos, deslumbrarnos, estremecernos, en cambio es sólo una vaga idea carente de entidad propia, con la que hacer más llevaderas las penalidades.
Es difícil “imaginar” a Dios. Pero, peor que no poder imaginarlo, es tratar de explicarlo a base de ideas tibias y gastadas o a base de fórmulas carentes de emoción.

El único modo de entrever a Dios es sentirlo en nuestro interior. Sentir la luz que extasía, la belleza que conmueve, el amor que abrasa. Sentir, aunque sea de un modo fugaz -sólo un leve atisbo-, la otra realidad.

domingo, 15 de marzo de 2015

El contacto



Habría que recuperar el contacto con Dios.
Lo hubo. Basta con contemplar el arte de siglos pasados para saber que lo hubo. Durante siglos buena parte de las creaciones artísticas iban encaminadas a propiciar ese contacto. Eran canales de comunicación.
Los grandes templos de las distintas religiones se construyeron para eso. No importa la religión que se profese, el efecto de los grandes templos antiguos es el mismo: Son canales a través de los cuales el ser humano puede acercarse a Dios. Como antenas que recogen la energía de la divinidad y la trasladan al hombre.
Para ello, el ser humano ha de entrar en el templo con los sentidos abiertos, receptivos. El mensaje llegará. Un mensaje irreproducible, pero que a través de esos poderosos conductos llega hasta el espíritu del hombre y lo aproxima a Dios con más intensidad que cualquier sermón sacerdotal.
Pero de pronto los artistas dejaron de construir edificios-antena. Los constructores actuales parecen haber perdido importantes claves, quizás porque las sociedades en las que viven también han perdido los códigos para interpretar esas claves.

sábado, 14 de marzo de 2015

El humanitarismo



Hay cierta tendencia a confundir la religión con un compendio de conceptos humanitaristas. Las llamadas “obras de misericordia” del catecismo: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento...
Está bien. Nadie puede decir que eso esté mal. Sólo que eso no ES la religión. Eso puede ser consecuencia de la religión, pero centrar el foco en la ayuda al prójimo es olvidar la parte esencial de la religión: la relación con la divinidad.
El humanitarismo puede ser tanto religioso como ateo. La filantropía puede ser incluso sustituto de la religión, convirtiendo la idea de Humanidad en un sucedáneo de Dios.
La conocida como “teología de la liberación” hizo algo parecido: insistió tanto en lo humano que se olvidó de lo divino, confundió la religión con la política, convirtió a los sacerdotes en trabajadores sociales.
Hay que recuperar la trascendencia. Hay que devolver a la religión su sentido último: el contacto con Dios.
No sólo con Dios a través del prójimo, sino también con Dios directamente.
Hoy se tiende a menospreciar la “vida contemplativa”. Se ha hecho tanto hincapié en que lo importante es el hombre que se ha olvidado que lo verdaderamente importante es Dios.
Para frenar la progresiva pérdida de fieles, muchos sacerdotes han creído que debían transformarse en activistas políticosociales y convertir sus Iglesias en organizaciones no gubernamentales.
Entre las viejas Iglesias anquilosadas en sus vacuos dogmatismos y las nuevas Iglesias politizadas, la relación con Dios se va diluyendo. Unas nos hablan de obligaciones carentes de sentido y de viejas argumentaciones arbitrarias; otras apelan a una renovación en la que desaparezca todo lo antiguo, sea o no válido. Entre unos y otros, Dios ha desaparecido. Unos consideran que la Iglesia es el dogma y otros que la Iglesia es el hombre. Pero ni unos ni otros hablan de Dios.

viernes, 13 de marzo de 2015

Lo espiritual



No cuidamos en absoluto nuestro espíritu. Es insensato que nos pasemos la vida preocupados por el estado en que se encuentra nuestra cobertura física y que en cambio nos sea indiferente nuestro auténtico ser, nuestra realidad espiritual.
Nadie nos enseña a cuidarla. Constantemente se nos dice cómo cuidar el cuerpo: los padres, los médicos, los medios de comunicación... Por todas partes se nos dan consejos sobre cómo mantener en buen estado algo que está destinado a pudrirse.
En cambio, sobre el espíritu no se nos dice nada. Vivimos completamente de espaldas al espíritu. Incluso los “creyentes”, la gente que sabe que hay un Dios, la gente que está encuadrada en alguna Iglesia, en su mayoría vive de espaldas al espíritu.
La mayor parte de nuestra vida la dedicamos al cuidado del cuerpo: desde el tiempo que dedicamos a las necesidades insoslayables, como comer o lavarnos, hasta las horas ocupadas por el deporte o la estética, y si excluimos el horario laboral, que en muchos casos es también tiempo dedicado exclusivamente al sustento del cuerpo, ¿qué le queda al espíritu?
En muchos casos, no le queda nada. No nos enseñan a preocuparnos por el espíritu. Incluso los sacerdotes, en realidad la mayor parte del tiempo están hablando de las necesidades físicas. Y, cuando no lo hacen, la sociedad les reprocha que no lo hagan. Las mismas Iglesias parecen haber acabado convenciéndose de que lo primordial es ocuparse de las necesidades corporales. La “oferta espiritual” de las Iglesias es tan raquítica y rutinaria y falta de enjundia, tan poco atractiva, de tan poco contenido, que ellas mismas se ven abocadas a revestirla de ofertas materiales para intentar granjearse el beneplácito de la sociedad.
Es verdad que en no pocas ocasiones las Iglesias dan de comer al hambriento, y nadie puede desestimar esa labor. Pero en cambio el alimento espirtitual es cada vez más escaso, porque a los mismos sacerdotes parece preocuparles cada vez menos el mundo espiritual.
Cuando hablan del espíritu, lo hacen con palabras manidas, repitiendo consignas. Han ablandado los dogmas, conscientes del rechazo que producen, pero no los han sustituido por un mensaje consistente que sacuda los espíritus dormidos.
Han creído que dejando de ocuparse del alma y atendiendo preferentemente a los cuerpos conseguirían aproximarse con más facilidad a las sociedades.
Quizás en algún caso es así. Pero ¿para qué sirve esa aproximación, si por el camino hemos perdido el espíritu?

jueves, 12 de marzo de 2015

El cuerpo




Desde los médicos hasta las revistas del corazón. Desde los gimnasios hasta los programas televisivos. La política, el cine, el ecologismo...
Desde todas las instancias, en todos los ámbitos se nos bombardea con el culto al cuerpo, a la naturaleza, a la materia. En ninguna parte se habla del espíritu.
Nunca la sociedad había prestado tanta atención al cuerpo. No se trata sólo de mantenerlo en buenas condiciones para que su funcionamiento nos permita desarrollar adecuadamente nuestras distintas actividades, sino que ya su cuidado parece ir a convertirse en nuestra principal actividad, como si fuese a durar eternamente.
Dedicamos al cuidado del cuerpo dinero, tiempo, esfuerzo. Todo parece poco. Hemos entrado en una absurda carrera contra la realidad, una carrera que estamos condenados a perder, por mantenernos siempre jóvenes, siempre sanos, siempre guapos... Anhelo imposible en el que volcamos nuestras energías, porque la sociedad así nos lo exige.
¿Y el espíritu? Del espíritu, la sociedad no dice nada. Mientras que nos obsesionamos con el cuidado del cuerpo, el espíritu queda completamente desatendido. La enfermedad, la “fealdad” del espíritu nos es indiferente.
¿De qué nos sirve llegar a la muerte con un cuerpo “perfecto”, si el espíritu en cambio no ha recibido ningún cuidado?
Con o sin horas de gimnasia, con o sin productos para la piel y el cabello, con o sin operaciones de cirugía estética, nuestros cuerpos van a morir. Al final nos encontraremos con un cadáver impecable. ¿Y el espíritu que habitó ese cuerpo? Eso no parece importarle a nadie. Esta sociedad que tanto se preocupa por los cuerpos, se ha olvidado de los espíritus.
Dedicamos muchas horas y atenciones a mantener algo cuyo destino es pudrirse, y desatendemos nuestro verdadero ser.
Pese a que la muerte física es la más indiscutible de las realidades de este mundo, ésta siempre parece cogernos por sorpresa. Porque la sociedad se ha empeñado en que no pensemos en ella.
Si el tiempo que dedicamos a que nuestros cuerpos se ajusten a un estereotipo impuesto, lo dedicáramos a prestar atención al espíritu, podríamos llegar a la muerte con alegría. Entonces la muerte no sería sino el último paso en el proceso de aprendizaje, la apertura de la puerta de entrada.
Cuidar el cuerpo para que “no nos moleste”, para que funcione lo mejor posible, nos puede permitir una mayor atención al espíritu. Pero convertir el cuidado del cuerpo en nuestro principal objetivo, a lo único que nos conduce es a llegar a ser un cadáver con buen aspecto.
En ninguna parte se habla del espíritu. Ni siquiera los sacerdotes hablan del espíritu. Las insulsas predicaciones de los sacerdotes también están centradas en este mundo, como si quisieran congraciarse con una sociedad que sólo piensa en la materia. Predicaciones vacías y rutinarias sin capacidad para conmover, para alimentar los espíritus, para ilusionar. Predicaciones repetitivas y tibias que en nada ayudan a que los espíritus despierten, que parecen tener miedo a hablar de lo esencial, que se han acomodado a la inanidad circundante.
Hasta los sacerdotes parecen haber acabado por creer que basta con cuidar la materia.

miércoles, 11 de marzo de 2015

La carne



Dicen que el cuerpo es “un templo sagrado”. No es verdad. El cuerpo no es nada. El cuidado del cuerpo sólo tiene sentido en tanto que soporte del espíritu. ¿Qué otro sentido podría tener tanto esfuerzo por mantener algo cuyo destino último e inevitable es la muerte y la corrupción?
Este cuerpo lleno de imperfecciones, abocado al dolor y la enfermedad, no es creación de Dios. Conservarlo sano nos puede permitir una mayor atención al desarrollo del espíritu. Pero cuando esa salud corporal se convierte en fin, en objetivo fundamental de nuestras vidas, nos estamos equivocando. En la hora de la muerte, lo único que importará será en qué estado tengamos el espíritu, lo único que importará será estar preparados para marchar.
Y, sin embargo, nadie piensa en ello. Si pudiéramos ver nuestras almas igual que vemos nuestro rostro, quizás tendríamos motivos para preocuparnos. Espíritus fláccidos, depauperados, sin brillo, espíritus sin alimentar ni ejercitar.
Pero, antes o después, nos encontraremos frente a frente con nuestro verdadero ser, y entonces de poco nos valdrán los años de culto al cuerpo en los que ni siquiera nos acordamos de que había otra cosa.
Ni siquiera la Iglesia, aunque hable de la resurrección de la carne, cree en ello, puesto que intenta explicarlo diciendo que se tratará de “cuerpos de gloria”, o sea, algo que no se sabe lo que es, pero que no es carne.
Es difícil de entender el empeño en defender que resucitará algo muerto, corrompido y aventado. Jesús no era un ser de carne corruptible y su “resurrección” no fue sino el abandono de esa apariencia física.
Hay quien puede considerar fantasiosa la explicación de la presencia corporal de Jesucristo como mera apariencia. Pero precisamente en la actualidad, cuando empieza a ser crecientemente factible la alteración de lo visible, cuando hablamos ya con naturalidad de realidades virtuales y de hologramas, cuando estamos abiertos a nuevas dimensiones, precisamente en la actualidad deberíamos ser capaces de concebir que las cosas pudieron ser de otra manera, que la explicación de la realidad visible de Jesús no tiene por qué limitarse a la de la carne mortal.
De hecho, lo que hoy sí parece inadmisible es la explicación de un Dios sangriento que recibe sacrificios humanos como expiación de supuestas culpas heredadas de padres a hijos indefinidamente.
Quizás ha llegado el momento de dar a las antiguas historias lecturas nuevas que les den un significado aceptable. De otro modo, esas historias se irán quedando vacías de sentido.Quizás en nuestros días estamos en condiciones de entender cosas que el ser humano del siglo I no podía comprender. ¿Por qué rechazar nuevas interpretaciones, que podrían abrir los viejos textos a las nuevas generaciones?

martes, 10 de marzo de 2015

La naturaleza



Convertido el mundo del espíritu en una especie de monopolio de las viejas y anquilosadas religiones, parece que lo espiritual ha quedado “desprestigiado”.
Desprestigiado hasta el punto de que nuevas “religiones” optan por sustituir lo espiritual por “lo natural”.
El regreso a la Naturaleza, la exaltación de la Naturaleza... Lo “natural” se identifica con lo bueno, cuando en realidad la naturaleza es el ámbito del dolor, la crueldad y la muerte.
Nuestra aspiración en modo alguno debería ser el retorno a la naturaleza, sino el regreso al Espíritu, el abandono definitivo de la Tierra y la vuelta a nuestro origen inmaterial.
Desprestigiadas las grandes religiones, hay quien opta por abrazarse a los árboles o por convertir determinada dieta alimenticia en una nueva filosofía de vida.
Pero los alimentos físicos sólo alimentan la carne, y los árboles no son sino parte de la creación material imperfecta y corruptible, con sus leyes cruentas e inmisericordes.
Está también de moda la identificación de Dios con la naturaleza: Dios “es” la Naturaleza.
Se olvida que la naturaleza no es ese mundo idílico que con frecuencia se dibuja, que las leyes por las que se rige no son las de la bondad sino las de la fuerza ciega.
La mayoría de los que de ese modo exaltan la naturaleza y propugnan su culto, en realidad tienen poco contacto con ella. El hombre de campo sabe que la naturaleza es dura e implacable.
Las tribus primitivas, que se rigen por leyes próximas a las de la naturaleza, a menudo tienen normas de comportamiento que en cualquier sociedad civilizada serían completamente inadmisibles.
Vivir más próximos o más alejados de la naturaleza no nos hace mejores ni peores. Es algo indiferente. Comer unos u otros alimentos en nada afecta a nuestro espíritu. Comamos lo que comamos, es sólo eso: comida: combustible con el que mantener en funcionamiento el cuerpo.
Comer carne, pescado, huevos, queso o tan sólo verduras y frutas es una opción que afecta exclusivamente a lo físico. Es sólo materia alimentando a la materia.
Con tanta atención a todo lo relativo a la naturaleza, lo que hacemos es desatender lo espiritual. Lo que hacemos, en realidad, es servir al dios de la materia, al creador de este mundo perecedero.