lunes, 16 de marzo de 2015

Dios



¿Cómo hablar de Dios? ¿Cómo hablar de lo que no puede verse, de lo que no puede aprehenderse...?
Así que muchos sacerdotes han optado por dejarlo al margen y hablar del prójimo.
Pero del prójimo también hablan los ateos. De la labor social, de la atención a los necesitados, hablan también los que piensan que la única realidad es la terrena.
Afirman que lo que diferencia a unos y otros es que los creyentes ayudan al prójimo por amor a Dios.
Es posible. Pero ¿qué es, quién es ese Dios al que aman?
Mientras que los unos dicen ayudar al prójimo por amor a Dios, los otros lo hacen por amor a la Humanidad, humanidad que así se convierte en una especie de pseudodios al que ofrecer nuestros esfuerzos y en el que poner nuestras esperanzas.
En realidad, hay poca diferencia. La divinidad se va difuminando hasta diluirse en un magma de conceptos amables.
Lo que debería traspasarnos, deslumbrarnos, estremecernos, en cambio es sólo una vaga idea carente de entidad propia, con la que hacer más llevaderas las penalidades.
Es difícil “imaginar” a Dios. Pero, peor que no poder imaginarlo, es tratar de explicarlo a base de ideas tibias y gastadas o a base de fórmulas carentes de emoción.

El único modo de entrever a Dios es sentirlo en nuestro interior. Sentir la luz que extasía, la belleza que conmueve, el amor que abrasa. Sentir, aunque sea de un modo fugaz -sólo un leve atisbo-, la otra realidad.

domingo, 15 de marzo de 2015

El contacto



Habría que recuperar el contacto con Dios.
Lo hubo. Basta con contemplar el arte de siglos pasados para saber que lo hubo. Durante siglos buena parte de las creaciones artísticas iban encaminadas a propiciar ese contacto. Eran canales de comunicación.
Los grandes templos de las distintas religiones se construyeron para eso. No importa la religión que se profese, el efecto de los grandes templos antiguos es el mismo: Son canales a través de los cuales el ser humano puede acercarse a Dios. Como antenas que recogen la energía de la divinidad y la trasladan al hombre.
Para ello, el ser humano ha de entrar en el templo con los sentidos abiertos, receptivos. El mensaje llegará. Un mensaje irreproducible, pero que a través de esos poderosos conductos llega hasta el espíritu del hombre y lo aproxima a Dios con más intensidad que cualquier sermón sacerdotal.
Pero de pronto los artistas dejaron de construir edificios-antena. Los constructores actuales parecen haber perdido importantes claves, quizás porque las sociedades en las que viven también han perdido los códigos para interpretar esas claves.

sábado, 14 de marzo de 2015

El humanitarismo



Hay cierta tendencia a confundir la religión con un compendio de conceptos humanitaristas. Las llamadas “obras de misericordia” del catecismo: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento...
Está bien. Nadie puede decir que eso esté mal. Sólo que eso no ES la religión. Eso puede ser consecuencia de la religión, pero centrar el foco en la ayuda al prójimo es olvidar la parte esencial de la religión: la relación con la divinidad.
El humanitarismo puede ser tanto religioso como ateo. La filantropía puede ser incluso sustituto de la religión, convirtiendo la idea de Humanidad en un sucedáneo de Dios.
La conocida como “teología de la liberación” hizo algo parecido: insistió tanto en lo humano que se olvidó de lo divino, confundió la religión con la política, convirtió a los sacerdotes en trabajadores sociales.
Hay que recuperar la trascendencia. Hay que devolver a la religión su sentido último: el contacto con Dios.
No sólo con Dios a través del prójimo, sino también con Dios directamente.
Hoy se tiende a menospreciar la “vida contemplativa”. Se ha hecho tanto hincapié en que lo importante es el hombre que se ha olvidado que lo verdaderamente importante es Dios.
Para frenar la progresiva pérdida de fieles, muchos sacerdotes han creído que debían transformarse en activistas políticosociales y convertir sus Iglesias en organizaciones no gubernamentales.
Entre las viejas Iglesias anquilosadas en sus vacuos dogmatismos y las nuevas Iglesias politizadas, la relación con Dios se va diluyendo. Unas nos hablan de obligaciones carentes de sentido y de viejas argumentaciones arbitrarias; otras apelan a una renovación en la que desaparezca todo lo antiguo, sea o no válido. Entre unos y otros, Dios ha desaparecido. Unos consideran que la Iglesia es el dogma y otros que la Iglesia es el hombre. Pero ni unos ni otros hablan de Dios.

viernes, 13 de marzo de 2015

Lo espiritual



No cuidamos en absoluto nuestro espíritu. Es insensato que nos pasemos la vida preocupados por el estado en que se encuentra nuestra cobertura física y que en cambio nos sea indiferente nuestro auténtico ser, nuestra realidad espiritual.
Nadie nos enseña a cuidarla. Constantemente se nos dice cómo cuidar el cuerpo: los padres, los médicos, los medios de comunicación... Por todas partes se nos dan consejos sobre cómo mantener en buen estado algo que está destinado a pudrirse.
En cambio, sobre el espíritu no se nos dice nada. Vivimos completamente de espaldas al espíritu. Incluso los “creyentes”, la gente que sabe que hay un Dios, la gente que está encuadrada en alguna Iglesia, en su mayoría vive de espaldas al espíritu.
La mayor parte de nuestra vida la dedicamos al cuidado del cuerpo: desde el tiempo que dedicamos a las necesidades insoslayables, como comer o lavarnos, hasta las horas ocupadas por el deporte o la estética, y si excluimos el horario laboral, que en muchos casos es también tiempo dedicado exclusivamente al sustento del cuerpo, ¿qué le queda al espíritu?
En muchos casos, no le queda nada. No nos enseñan a preocuparnos por el espíritu. Incluso los sacerdotes, en realidad la mayor parte del tiempo están hablando de las necesidades físicas. Y, cuando no lo hacen, la sociedad les reprocha que no lo hagan. Las mismas Iglesias parecen haber acabado convenciéndose de que lo primordial es ocuparse de las necesidades corporales. La “oferta espiritual” de las Iglesias es tan raquítica y rutinaria y falta de enjundia, tan poco atractiva, de tan poco contenido, que ellas mismas se ven abocadas a revestirla de ofertas materiales para intentar granjearse el beneplácito de la sociedad.
Es verdad que en no pocas ocasiones las Iglesias dan de comer al hambriento, y nadie puede desestimar esa labor. Pero en cambio el alimento espirtitual es cada vez más escaso, porque a los mismos sacerdotes parece preocuparles cada vez menos el mundo espiritual.
Cuando hablan del espíritu, lo hacen con palabras manidas, repitiendo consignas. Han ablandado los dogmas, conscientes del rechazo que producen, pero no los han sustituido por un mensaje consistente que sacuda los espíritus dormidos.
Han creído que dejando de ocuparse del alma y atendiendo preferentemente a los cuerpos conseguirían aproximarse con más facilidad a las sociedades.
Quizás en algún caso es así. Pero ¿para qué sirve esa aproximación, si por el camino hemos perdido el espíritu?

jueves, 12 de marzo de 2015

El cuerpo




Desde los médicos hasta las revistas del corazón. Desde los gimnasios hasta los programas televisivos. La política, el cine, el ecologismo...
Desde todas las instancias, en todos los ámbitos se nos bombardea con el culto al cuerpo, a la naturaleza, a la materia. En ninguna parte se habla del espíritu.
Nunca la sociedad había prestado tanta atención al cuerpo. No se trata sólo de mantenerlo en buenas condiciones para que su funcionamiento nos permita desarrollar adecuadamente nuestras distintas actividades, sino que ya su cuidado parece ir a convertirse en nuestra principal actividad, como si fuese a durar eternamente.
Dedicamos al cuidado del cuerpo dinero, tiempo, esfuerzo. Todo parece poco. Hemos entrado en una absurda carrera contra la realidad, una carrera que estamos condenados a perder, por mantenernos siempre jóvenes, siempre sanos, siempre guapos... Anhelo imposible en el que volcamos nuestras energías, porque la sociedad así nos lo exige.
¿Y el espíritu? Del espíritu, la sociedad no dice nada. Mientras que nos obsesionamos con el cuidado del cuerpo, el espíritu queda completamente desatendido. La enfermedad, la “fealdad” del espíritu nos es indiferente.
¿De qué nos sirve llegar a la muerte con un cuerpo “perfecto”, si el espíritu en cambio no ha recibido ningún cuidado?
Con o sin horas de gimnasia, con o sin productos para la piel y el cabello, con o sin operaciones de cirugía estética, nuestros cuerpos van a morir. Al final nos encontraremos con un cadáver impecable. ¿Y el espíritu que habitó ese cuerpo? Eso no parece importarle a nadie. Esta sociedad que tanto se preocupa por los cuerpos, se ha olvidado de los espíritus.
Dedicamos muchas horas y atenciones a mantener algo cuyo destino es pudrirse, y desatendemos nuestro verdadero ser.
Pese a que la muerte física es la más indiscutible de las realidades de este mundo, ésta siempre parece cogernos por sorpresa. Porque la sociedad se ha empeñado en que no pensemos en ella.
Si el tiempo que dedicamos a que nuestros cuerpos se ajusten a un estereotipo impuesto, lo dedicáramos a prestar atención al espíritu, podríamos llegar a la muerte con alegría. Entonces la muerte no sería sino el último paso en el proceso de aprendizaje, la apertura de la puerta de entrada.
Cuidar el cuerpo para que “no nos moleste”, para que funcione lo mejor posible, nos puede permitir una mayor atención al espíritu. Pero convertir el cuidado del cuerpo en nuestro principal objetivo, a lo único que nos conduce es a llegar a ser un cadáver con buen aspecto.
En ninguna parte se habla del espíritu. Ni siquiera los sacerdotes hablan del espíritu. Las insulsas predicaciones de los sacerdotes también están centradas en este mundo, como si quisieran congraciarse con una sociedad que sólo piensa en la materia. Predicaciones vacías y rutinarias sin capacidad para conmover, para alimentar los espíritus, para ilusionar. Predicaciones repetitivas y tibias que en nada ayudan a que los espíritus despierten, que parecen tener miedo a hablar de lo esencial, que se han acomodado a la inanidad circundante.
Hasta los sacerdotes parecen haber acabado por creer que basta con cuidar la materia.

miércoles, 11 de marzo de 2015

La carne



Dicen que el cuerpo es “un templo sagrado”. No es verdad. El cuerpo no es nada. El cuidado del cuerpo sólo tiene sentido en tanto que soporte del espíritu. ¿Qué otro sentido podría tener tanto esfuerzo por mantener algo cuyo destino último e inevitable es la muerte y la corrupción?
Este cuerpo lleno de imperfecciones, abocado al dolor y la enfermedad, no es creación de Dios. Conservarlo sano nos puede permitir una mayor atención al desarrollo del espíritu. Pero cuando esa salud corporal se convierte en fin, en objetivo fundamental de nuestras vidas, nos estamos equivocando. En la hora de la muerte, lo único que importará será en qué estado tengamos el espíritu, lo único que importará será estar preparados para marchar.
Y, sin embargo, nadie piensa en ello. Si pudiéramos ver nuestras almas igual que vemos nuestro rostro, quizás tendríamos motivos para preocuparnos. Espíritus fláccidos, depauperados, sin brillo, espíritus sin alimentar ni ejercitar.
Pero, antes o después, nos encontraremos frente a frente con nuestro verdadero ser, y entonces de poco nos valdrán los años de culto al cuerpo en los que ni siquiera nos acordamos de que había otra cosa.
Ni siquiera la Iglesia, aunque hable de la resurrección de la carne, cree en ello, puesto que intenta explicarlo diciendo que se tratará de “cuerpos de gloria”, o sea, algo que no se sabe lo que es, pero que no es carne.
Es difícil de entender el empeño en defender que resucitará algo muerto, corrompido y aventado. Jesús no era un ser de carne corruptible y su “resurrección” no fue sino el abandono de esa apariencia física.
Hay quien puede considerar fantasiosa la explicación de la presencia corporal de Jesucristo como mera apariencia. Pero precisamente en la actualidad, cuando empieza a ser crecientemente factible la alteración de lo visible, cuando hablamos ya con naturalidad de realidades virtuales y de hologramas, cuando estamos abiertos a nuevas dimensiones, precisamente en la actualidad deberíamos ser capaces de concebir que las cosas pudieron ser de otra manera, que la explicación de la realidad visible de Jesús no tiene por qué limitarse a la de la carne mortal.
De hecho, lo que hoy sí parece inadmisible es la explicación de un Dios sangriento que recibe sacrificios humanos como expiación de supuestas culpas heredadas de padres a hijos indefinidamente.
Quizás ha llegado el momento de dar a las antiguas historias lecturas nuevas que les den un significado aceptable. De otro modo, esas historias se irán quedando vacías de sentido.Quizás en nuestros días estamos en condiciones de entender cosas que el ser humano del siglo I no podía comprender. ¿Por qué rechazar nuevas interpretaciones, que podrían abrir los viejos textos a las nuevas generaciones?

martes, 10 de marzo de 2015

La naturaleza



Convertido el mundo del espíritu en una especie de monopolio de las viejas y anquilosadas religiones, parece que lo espiritual ha quedado “desprestigiado”.
Desprestigiado hasta el punto de que nuevas “religiones” optan por sustituir lo espiritual por “lo natural”.
El regreso a la Naturaleza, la exaltación de la Naturaleza... Lo “natural” se identifica con lo bueno, cuando en realidad la naturaleza es el ámbito del dolor, la crueldad y la muerte.
Nuestra aspiración en modo alguno debería ser el retorno a la naturaleza, sino el regreso al Espíritu, el abandono definitivo de la Tierra y la vuelta a nuestro origen inmaterial.
Desprestigiadas las grandes religiones, hay quien opta por abrazarse a los árboles o por convertir determinada dieta alimenticia en una nueva filosofía de vida.
Pero los alimentos físicos sólo alimentan la carne, y los árboles no son sino parte de la creación material imperfecta y corruptible, con sus leyes cruentas e inmisericordes.
Está también de moda la identificación de Dios con la naturaleza: Dios “es” la Naturaleza.
Se olvida que la naturaleza no es ese mundo idílico que con frecuencia se dibuja, que las leyes por las que se rige no son las de la bondad sino las de la fuerza ciega.
La mayoría de los que de ese modo exaltan la naturaleza y propugnan su culto, en realidad tienen poco contacto con ella. El hombre de campo sabe que la naturaleza es dura e implacable.
Las tribus primitivas, que se rigen por leyes próximas a las de la naturaleza, a menudo tienen normas de comportamiento que en cualquier sociedad civilizada serían completamente inadmisibles.
Vivir más próximos o más alejados de la naturaleza no nos hace mejores ni peores. Es algo indiferente. Comer unos u otros alimentos en nada afecta a nuestro espíritu. Comamos lo que comamos, es sólo eso: comida: combustible con el que mantener en funcionamiento el cuerpo.
Comer carne, pescado, huevos, queso o tan sólo verduras y frutas es una opción que afecta exclusivamente a lo físico. Es sólo materia alimentando a la materia.
Con tanta atención a todo lo relativo a la naturaleza, lo que hacemos es desatender lo espiritual. Lo que hacemos, en realidad, es servir al dios de la materia, al creador de este mundo perecedero.

 

viernes, 20 de febrero de 2015

Casta sacerdotal




Las castas sacerdotales de las diferentes religiones han excluido a la mujer del primer plano del mundo del espíritu, la han confinado en el mundo de la materia.

Esa exclusión ha llegado a ser algo tan arraigado y tan “natural” que a nadie llama la atención. Las mismas mujeres han asumido ese lastre. Los sacerdotes, al mismo tiempo que se dicen llamados por Dios, afirman que de esa llamada están excluidas las mujeres porque no tienen los genitales adecuados. Sacerdotes de todas las religiones han convertido los genitales en la clave de acceso a la comunicación con Dios, y han convencido a las mujeres de que esa comunicación directa a ellas les está vedada, las han convencido de que Dios no confía en ellas para ser las transmisoras del mensaje, porque sus genitales no son los adecuados.

Infinidad de mujeres, de distintas épocas, de culturas diversas, lo han creído. Ellas mismas, convencidas por esos sacerdotes, convencidas por unas sociedades que a su vez han creído lo dicho por los sacerdotes, ellas mismas han defendido su vinculación a la materia, su protagonismo preferente en el ámbito de la materia.

Así los sacerdotes han ralentizado la andadura de muchos seres humanos hacia el Espíritu. En vez de facilitarles el camino, lo han llenado de obstáculos.

De ese modo, los sacerdotes se han transformado en agentes de la materia. El dios al que dicen representar no es el Dios del Espíritu, que no hace distinciones entre hombres y mujeres, sino el demiurgo creador de la materia. Los sacerdotes, al convertir las diferencias físicas en fundamento de la organización de sus Iglesias, no son portadores del mensaje de Dios, sino instrumento y vehículo del creador de la materia.

Las palabras de los sacerdotes pueden parecer justas y sabias. A veces lo son. Pero en su mensaje late siempre la gran injusticia de origen: sojuzgar a la mitad de los seres humanos. Esa injusticia inicial impregna necesariamente el resto de su actuación. Pueden parecer hombres que actúan en nombre de Dios. Pero no está capacitado para hablar de amor, de justicia y de igualdad quien basa su vida en la desigualdad, la injusticia y el desamor.

Pueden asegurar que aman al prójimo, pero es una extraña forma de amar la que en vez de ayudar pone barreras, la que, en vez de tratar a los demás como iguales, establece una radical diferenciación, basada en el físico, que condena a la mitad de la humanidad a un camino doblemente difícil.

Hay algo profundamente perverso en ese modo de actuar. Durante siglos, desde su posición de preeminencia, han inspirado la organización de la sociedad religiosa sobre esa base injusta.

Como la generalidad de las sociedades ha asumido esa distribución, difícilmente se advertirá la perversidad que late en ella.

jueves, 19 de febrero de 2015

El príncipe de este mundo




A lo largo de los siglos, las religiones han implantado uno u otro criterio de sometimiento de la mujer.

En todas las grandes religiones, el ser humano masculino ha establecido una escala de valores y un sistema organizativo basado en los genitales.

En todas las grandes religiones, el criterio diferenciador básico entre seres humanos ha sido el sexo.

Así, de un modo encubierto pero implacable, la materia impone sus leyes al espíritu. El príncipe de este mundo ha conseguido que los sacerdotes sirvan a la materia en vez de al espíritu. Ha conseguido que el ser humano con genitales masculinos se considere superior y establezca la exigencia de tener genitales masculinos para “gestionar lo sagrado”. Es así como la materia está rigiendo lo que debería ser ámbito del espíritu.

Todas las religiones en las que impera un sexo sobre el otro son en realidad religiones al servicio de la materia. Una religión regida por el espíritu no haría distinción alguna entre sexos, no concedería relevancia alguna a una diferencia radicada exclusivamente en la materia.

Pero el príncipe de las tinieblas se ha infiltrado en las religiones y ha logrado instaurar su ley.

Mientras los sacerdotes desde sus púlpitos masculinos hablan de Dios y del Reino del Espíritu, su posición, su vida, las normas por las que se rigen, la organización en la que están integrados, todo ello se fundamenta en un principio de preeminencia de sus genitales sobre los de los cuerpos del otro sexo.

Así, a través de las castas sacerdotales, el príncipe de la materia se ha impuesto en lo que debería ser reducto del espíritu. A través de las religiones tradicionales, la materia ha impuesto su organización al espíritu.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Hombres y mujeres




Los sacerdotes afirman que hombres y mujeres son diferentes y que diferente es su misión.

Pero hombres y mujeres sólo son distintos en lo material. Los espíritus son iguales, e igual es su objetivo.

Resulta absurdo que las Iglesias tradicionales basen toda su organización en un factor exclusivamente material, como es la diferencia de sexos. En lugar de atender a lo que importa, que es sólo el espíritu, las Iglesias consideran que la pertenencia a uno u otro sexo es un factor determinante no sólo para la vida social sino también para la actuación en los terrenos más próximos a la vida espiritual.

Por el hecho de pasar por este mundo en un cuerpo de mujer, las Iglesias relegan a la mitad de los espíritus a un papel secundario y pasivo, las Iglesias se sienten capaces de clasificar a los espíritus en función de los genitales de los cuerpos, y, al mismo tiempo que predican humildad, actúan de un modo extremadamente arrogante y soberbio al asignarse el derecho a otorgar una mayor o menor importancia a los espíritus en función de los cuerpos, y al menospreciar a los espíritus apresados en cuerpos con genitales femeninos.

Y así, ya todo cuanto puedan predicar queda desvirtuado. Hablan de humildad mientras viven en el orgullo. Hablan de generosidad mientras practican la exclusión. Predican la igualdad mientras que ellos son el peor de los ejemplos, puesto que se consideran los llamados, los elegidos. Y lo consideran así porque, a su entender, tienen los genitales adecuados para ello. Han vinculado por completo su trayectoria vital – y la de los demás – a los genitales. A algo tan radicalmente material como los genitales.

Por más que hablen de humildad y de servicio, sus vidas están organizadas sobre la soberbia y el poder. La soberbia de creer que ellos mismos pueden dilucidar a quién llama Dios y a quién no. El poder de decidir quién puede “representar” a Dios y quién no, quién puede gobernar y quién no.

Al subrayar la diferencia material y postergar la igualdad espiritual, los sacerdotes en realidad en lugar de servir al auténtico Dios están haciendo un servicio al creador de la materia y contribuyendo a fortalecer su obra.

Los sacerdotes de las diversas religiones, en ese sistemático ejercicio de exclusión y relegación de la mujer, se han convertido en colaboradores del príncipe de este mundo.

martes, 17 de febrero de 2015

La carne




Atados como estamos a la carne, hemos sobredimensionado la importancia de las leyes físicas, en detrimento de las del espíritu. Y la casta sacerdotal de las Iglesias tradicionales, desviándose de las enseñanzas del Enviado, ha prestado más atención a los signos de la carne que a los del Espíritu.

La casta sacerdotal se ha fijado más en la apariencia del Enviado que en su esencia, a los sacerdotes les ha parecido más sencillo imitar la apariencia que la esencia y se han atribuido a sí mismos una superioridad sobre otros seres de los que lo único que les diferencia es una distinta encarnadura.

Y así nos encontramos con que las ceremonias religiosas, que deberían estar regidas por el espíritu, en realidad están gobernadas por la carne, porque es la carne y sólo la carne la que determina en esas reuniones quién puede asumir un papel activo y quién sólo puede ocupar un lugar secundario.

Siguiendo los dictados del creador de este mundo, nuestras sociedades se han regido siempre, y lo harán hasta el fin de los tiempos, por relaciones de poder y dominación. Esa imposición de unos seres humanos sobre otros ha tenido diversas manifestaciones a lo largo de la Historia: Se ha basado en la fuerza, en la raza, en el dinero... Y en el sexo.

Las diferentes castas sacerdotales han convertido el sacerdocio en un privilegio que se niegan a compartir. Lo llaman servicio, pero no es tal, sino un mecanismo de poder y control.

Así, en cierto modo, resulta que la organización de las Iglesias se basa en la atribución de una importancia desmesurada a los genitales. Si las Iglesias atendieran a lo que importa, que es el espíritu, la pertenencia a uno u otro sexo no tendría más relevancia que la pertenencia a una u otra raza. Se trata de una cuestión estrictamente material, y que por lo tanto para las Iglesias debería ser irrelevante.

lunes, 16 de febrero de 2015

Cuerpo y alma




El cuerpo no es nada. Sólo una cárcel de la que un día escaparemos.

Y es sólo el cuerpo lo que establece diferencias entre sexos. Los espíritus no tienen sexo.

Los sacerdotes de las Iglesias tradicionales repiten una y otra vez la importancia y el respeto que conceden a las mujeres, pero al mismo tiempo las excluyen del ámbito que más concierne a lo espiritual, es decir, el sacerdocio, e intentan compensar esa exclusión asegurando que la maternidad es lo más grande.

Sin embargo, la maternidad en su aspecto material no es sino eso: algo propio de la materia. El modo que ideó el príncipe de este mundo para que se multiplicasen los cuerpos y perpetuar así las cárceles terrenas.

Vincular a la mujer al ámbito de la maternidad es cargar a los espíritus vivientes en cuerpos femeninos con un plus de lastre material. Es añadir trabas a esas almas para recorrer el camino del espíritu. Es dificultar su desasimiento de la materia.

No puede ser la maternidad el eje de la vida de las mujeres.

Eso es tanto como considerar que la vida de las mujeres queda irremediablemente vinculada a la esfera de la materia.

Ser madre, como ser padre, es un fenómeno que corresponde al ámbito de la naturaleza; al ámbito de lo físico; al ámbito de lo material. El hecho de que tras el acto físico de la concepción, los fenómenos físicos del embarazo y el parto sean “cosa de la mujer”, es una mera cuestión material. No puede ser que la mitad de los seres humanos vean subestimada su existencia espiritual por hechos derivados de la creación material.

Sin embargo, así lo han decidido los seres humanos del otro sexo, y la mayoría de las mujeres lo ha admitido.

La mayoría de las mujeres ha admitido que ese papel de madre, al que durante siglos, en todas las sociedades, han sido relegadas, es su gran misión.

Pero no es así. El objetivo de las mujeres es idéntico al de los hombres: buscar el camino de regreso a la Luz. Los hombres les han dicho que esa búsqueda la pueden efectuar igualmente pariendo, alimentando, limpiando... Eso puede ser así siempre y cuando no implique (como de hecho implica) su exclusión de las actividades más próximas a la atención del espíritu.

Cuando los sacerdotes dicen a las mujeres que el papel de madre es tan digno, tan relevante, tan magnífico, en realidad lo que les están diciendo es: manteneos apegadas a la materia, que nosotros nos ocuparemos de gestionar las cosas del espíritu.

Difícilmente puede concebirse mayor acto de soberbia.

Considerar, como tan a menudo se hace, que el papel fundamental de la mujer es la maternidad, es tanto como estimar que su función esencial corresponde al mundo de la materia.

Sin embargo, ser madre o padre es algo absolutamente accidental. Los espíritus, carentes de sexo, se ven atrapados en la carne, y sus cuerpos operan con arreglo a las leyes de la materia, a las que los espíritus son por completo ajenos.

Es indudable que se establecen vínculos afectivos entre madres e hijos. Pero no se puede derivar de ahí que la misión de la mujer sea procrear. La procreación es un acto material, propio de este mundo. Cuando se produzca la victoria de la Luz sobre las tinieblas y termine el tiempo del encierro de los espíritus en las cárceles físicas, ya no habrá procreación, ni habrá hombre ni mujer, ni padres ni hijos. Volveremos a ser todos lo que fuimos un día: partículas de Luz integradas en la Divinidad.

Entre tanto, nuestros cuerpos actúan en este mundo con arreglo a las pautas establecidas por el príncipe de las sombras.

lunes, 2 de febrero de 2015

La transmigración de las almas





No fue Dios quien creó esta materia imperfecta y corruptible. Y no es Dios quien propicia su multiplicación.

El proceso de procreación es un fenómeno propio de la materia, por el cual se mantiene la atadura de los espíritus a las cárceles terrenas. No podemos saber de qué modo se produce y prolonga ese encarcelamiento. Sí sabemos que este mundo gobernado por el dolor y el mal no puede ser obra de Dios, ni por lo tanto tampoco lo es su prolongación en el tiempo. Durante siglos el ser humano, como el resto de la naturaleza, se ha ido reproduciendo y con ello se han ido prolongando el dolor y el mal.

En ese proceso, sin embargo, el ser humano ha ido entrando en contacto con Dios y recorriendo el camino de regreso a la patria perdida.

No tenemos la certeza de que exista la transmigración de las almas, pero es posible que así sea, que las almas no consigan liberarse de sus prisiones carnales hasta que encuentren el camino de vuelta. Y, si es así, un mismo espíritu puede hallarse en este mundo sucesivamente en un cuerpo de hombre y en un cuerpo de mujer. La esencia del espíritu no varía. Su revestimiento carnal es mero accidente, y darle diferente trato según cuál sea esa encarnadura, carece de sentido. Las leyes por las que se rige la naturaleza han sido dictadas por el creador chapucero de este mundo, no por el Dios de la Luz. Cuando los sacerdotes de las Iglesias tradicionales se rigen por esas leyes y con arreglo a ellas establecen diferencias entre los espíritus de los hombres y los de las mujeres, en realidad están sirviendo al príncipe de este mundo.

Hay muchas cosas que no sabemos. Es posible que cada uno de nosotros vivamos varias existencias, en un proceso de búsqueda y purificación, hasta que consigamos desprendernos definitivamente de la materia. En realidad, repugna menos a la razón creer en la transmigración de las almas que suponer que vivimos una sola existencia y que morimos una sola vez en circunstancias tan inaceptablemente desiguales.

Lo que sí sabemos es que nuestro lugar no es éste. Cuando nos paramos a escuchar nuestro interior, advertimos que late en nosotros una aguda nostalgia, que no es sino la añoranza de la patria, el deseo de regresar al lugar al que pertenecemos.

domingo, 1 de febrero de 2015

Materia y Espíritu





Nos han enseñado a tratar con Dios de un cierto modo. A recurrir a Él cuando nos van mal las cosas, cuando tenemos problemas, cuando estamos en apuros.

Entonces le pedimos ayuda. Casi sin pensar. Como han hecho tantos seres humanos a lo largo de los siglos.

Le pedimos ayuda, y hacemos bien. Pero quizás no siempre puede ayudarnos. Su intervención en este mundo material es limitada.

Le pedimos ayuda cuando nuestro cuerpo enferma, sin recordar que este cuerpo no es cosa de Dios. Le pedimos ayuda cuando perdemos el empleo, cuando necesitamos dinero, cuando los que creíamos nuestros amigos nos hacen daño... Le pedimos ayuda ante múltiples reveses propios de este mundo. ¿Puede ayudarnos? ¿Puede devolver la salud a un cuerpo maltrecho? ¿Puede hacer que encontremos trabajo?

Desde luego, hay que contar con la ayuda de Dios. Pero también hay que tener presente que las cosas de este mundo no son asunto de Dios salvo en cuanto que afectan a los espíritus que estamos presos en él. Quizás haya algún modo en que consiga ayudarnos, quizás pueda enviarnos a alguno de sus ángeles para que nos protejan, para que nos tomen de la mano y nos conduzcan por la senda adecuada. Quizás...

Quizás no siempre puede. Quizás, a veces, nos escucha impotente.

No es nuestro cuerpo lo que importa a Dios, sino nuestra alma. Pero el alma prisionera en la tierra necesita valerse de la materia para salir adelante.

El dinero no es bueno ni malo en sí mismo; depende del uso que hagamos de él. ¿Podemos, entonces, pedir dinero a Dios? Y ¿puede haber intervención divina relacionada con el dinero?

Impera en los Evangelios un mensaje a favor de los pobres y en contra de los ricos.

Sin embargo, esa pobreza hay que entenderla como desasimiento, como desvinculación del espíritu con respecto a la materia.

Cuando la pobreza, en cambio, a lo que conduce es a una preocupación permanente por el dinero; cuando la pobreza lo que hace es impedir el vuelo del espíritu; cuando la pobreza es fuente de angustia y se convierte en un lastre que no permite que el espíritu se ocupe de las cosas del espíritu, entonces ¿qué beneficio obtiene el alma de esa pobreza?

El dinero puede facilitar la vida del espíritu, siempre y cuando éste sepa utilizarlo tan sólo para liberarse de las preocupaciones materiales, y no para crearse nuevas ataduras con lo mundano.

Tan material es el cuerpo como el dinero. Tan material es desear un cuerpo saludable como una holgada economía. Ni la falta de salud ni la falta de dinero nos van a hacer mejores por sí mismas. Lo que hemos de buscar es el desapego. Pero seguramente nos será más fácil atender a las cosas del espíritu si no tenemos la interferencia permanente del dolor físico o de la preocupación económica.

¿Puede Dios ayudarnos a sortear esos escollos?

Quizás no. Pero siempre nos queda la esperanza de que encuentre el modo de intervenir en las cosas de este mundo para ayudar a las desventuradas almas presas en él.

No hay motivo para creer que los enfermos o los indigentes o los maltratados hayan recibido una especial “bendición” de Dios. No hay bendición alguna en ser desgraciado. Si lo somos, se debe a la miseria propia de este mundo. Debemos tratar de evitar esas situaciones de desgracia, pero no para acomodarnos en este mundo, sino para poder buscar sin interferencias el camino de salida de él.

Las situaciones de conflicto, del tipo que sean, nos perturban, salvo que hayamos alcanzado ese grado de indiferencia que está al alcance de tan pocos.

Dios lo sabe. En su deseo de ayudar a los espíritus cautivos, que de Él proceden y a Él retornarán, tal vez encuentre el modo de apartar los obstáculos.

Pidámosle ayuda. Pero sabiendo que quizás no nos la pueda prestar, que su capacidad de intervención en este mundo es limitada.

Pidámosle ayuda, pero sepamos que nosotros hemos de colaborar con Él, auxiliándonos los unos a los otros para que nuestro camino esté lo más despejado posible y el ruido no nos impida escuchar la llamada.