sábado, 31 de marzo de 2012

PRISCILIANISMO




El priscilianismo fue la doctrina cristiana predicada por Prisciliano en el siglo IV.

Se cree que Prisciliano nació en la provincia romana de Gallaecia, en el seno de una familia noble, a mediados del siglo IV.

Cuando contaba unos 30 años, viajó a Burdigalia (Burdeos) para estudiar, y adquirió conocimientos de astronomía y magia. Allí, a las afueras de la ciudad, formó una comunidad de tendencia rigorista, y abierta a mujeres.

Unos 10 años después, hacia el 375, regresó a su tierra y dio comienzo a su predicación.

Sus poco ortodoxas ideas obtuvieron gran éxito, en especial entre las mujeres y las clases populares, pero también entre numerosas familias influyentes, y tanto entre seglares como entre eclesiásticos, muchos de los cuales se sumaron al priscilianismo. Sus propuestas de forma inmediata arraigaron en la población y la iglesia galaicas, constituyéndose la primera estructura jerárquica segregada de Roma en la Gallaecia. Desde ella el priscilianismo se extendió a la Lusitania y la Bética.



Prisciliano había fundado una escuela ascética, extremadamente rigorista, de talante libertario, precursora del movimiento monacal.
Prisciliano negaba la encarnación del Verbo, atribuyendo a Jesús un cuerpo sólo aparente.
Afirmaba que los ángeles y las almas humanas son, en esencia, de la misma sustancia que Dios. El alma es de origen divino, surge de una especie de “almacén” (emanatismo), desciende al mundo terrenal y aquí es corrompida por el maligno.
Las fuentes principales que informan de la particular liturgia y hábitos del priscilianismo son los cánones promulgados en los sucesivos concilios, que harán referencia a costumbres indeseables: Sus reuniones eran frecuentemente nocturnas, en bosques, cuevas o en pequeños poblados alejados de las ciudades, y con el baile como parte importante de la liturgia; a menudo se apartaban en celdas y retiros en las montañas; andaban descalzos; llevaban el pelo largo...
El priscilianismo admitía el nombramiento de laicos como “maestros”, recomendaba el celibato, como un aspecto más del ascetismo, pero sin prohibir el matrimonio de monjes ni clérigos, fomentaba el ayuno, incluía entre los textos sagrados algunos apócrifos prohibidos por la Iglesia, como el Libro de Henoc, abogaba por la interpretación directa y personal de los Evangelios, enfatizaba el estudio de los símbolos y la superación del literalismo en la lectura de la Biblia, sustituyéndolo por la lectura alegórica, no admitían más autoridad que la de los textos bíblicos... Aceptaban la presencia de mujeres en las reuniones de lectura y en las liturgias como participantes activas y libres junto con hombres a los que no les ligaba parentesco; así, la primera mujer de la que se conservan textos escritos en latín es Egeria, monja galaica priscilianista que vivió en el siglo IV y es autora de la primera crónica de un viaje a Tierra Santa del cristianismo escrita por una mujer.



Ante la rápida expansión de las enseñanzas de Prisciliano, en el año 380 se convocó el Concilio de Caesaraugusta (Zaragoza). A este sínodo acudieron dos obispos aquitanos y diez hispanos, lo que indica la amplia difusión del movimiento ascético iniciado por Prisciliano. Se acusó a los priscilianistas de gnosticismo, maniqueísmo y de prácticas de brujería (acusación esta última similar a la que se vertía contra los “fili”, druidas cristianizados de Irlanda y Gales). Los dos principales prelados acusados de priscilianistas, Instancio y Salviano, fueron excomulgados.

Éstos reaccionaron elevando en 382 a Prisciliano a la sede vacante de Abula (Ávila).

A partir de este momento, las propuestas de Prisciliano hallaron eco en todas las provincias hispanas.
El emperador Graciano terminó por dictar un rescripto excomulgando y desterrando de sus sedes a Prisciliano y sus seguidores.
Estas medidas represivas sólo lograron aumentar los apoyos y el número de seguidores de Prisciliano.

Por otra parte, Prisciliano decidió viajar a Roma para defenderse y contrarrestar la ofensiva de sus detractores, encabezada por el obispo Itacio (de la actual zona portuguesa de los Algarves).
El obispo de Roma, Dámaso, también de familia oriunda de Hispania, en plena pugna por obtener la primacía de la sede romana y convertirse, así, en el primer papa “oficial”, se negó a recibirle por no considerarse competente para derogar un rescripto del emperador.
Tras no lograr que el papa le diera audiencia, Prisciliano marchó a Milán, donde aprovechó la ausencia de Graciano para convencer a su magister officiorum (Mayordomo Mayor), Macedonio, de que anulara el decreto imperial.

A su retorno a la Península Ibérica, los priscilianistas recuperaron sus iglesias y fue Itacio quien resultó acusado de perturbador de la Iglesia. El procónsul ordenó la detención del obispo antipriscilianista y éste se vio obligado a huir a Civitas Treverorum (Tréveris).

La influencia de Prisciliano se extendía por Hispania y Aquitania.



Sin embargo, en 383 el emperador Graciano fue destronado por el hispano Magno Clemente Máximo, y éste, a instancias de Itacio, reinició el proceso contra los priscilianistas:

La Iglesia oficial se enfrentaba a un movimiento popular muy extendido por toda Hispania y buena parte de las Galias, y Máximo deseaba ganarse el apoyo de ésta en forma de condena oficial al priscilianismo.

Se convocó un nuevo Concilio en Burdeos al que acudieron Prisciliano y varios de sus seguidores, y en el que se volvió a condenar la herejía priscilianista, pero del que sólo se obtuvo de facto la deposición de Instancio de su sede.
Sin embargo, durante la celebración de este cónclave, una multitud descontrolada lapidó a Urbica, una discípula de Prisciliano.
Éste abandonó el sínodo y se dirigió a Civitas Treverorum (Tréveris), en la Germania Superior, donde Máximo había establecido su corte, para convencer al emperador de que terciara a favor de su grupo.

Pero allí Itacio ya había organizado la actuación contra Prisciliano

La aplicación de una sentencia por herejía conllevaba la confiscación por parte del Estado de todos los templos de la secta, lo que no interesaba a la jerarquía eclesiástica ni servía a los intereses del emperador.
Así pues, se diseñó un proceso judicial ad hoc para condenar a los obispos hispanos por maleficium (brujería, delito condenado por la ley romana). Esta sentencia era más beneficiosa para las arcas del nuevo emperador, pues comportaba la requisa de todas las propiedades personales de los acusados, pertenecientes a pudientes familias hispanas, y no afectaba al patrimonio eclesiástico.

En el año 385 Prisciliano llegó a Tréveris, donde fue acusado por el prefecto del emperador de la práctica de rituales mágicos que incluían danzas nocturnas, el uso de hierbas abortivas y el recurso a la astrología cabalística.

Se reunió entonces otro sínodo en Tréveris, y en él, mediante tortura, se obtuvo la confesión de Prisciliano.
Tras una serie de sobornos y traiciones entre prelados, Prisciliano fue condenado por maleficium y decapitado en 385 junto a sus principales seguidores, Felicísimo, Armenio, Latroniano, Aurelio, Asarino y una mujer, Eucrocia.
Se convirtieron en los primeros herejes ajusticiados por una institución secular a instancias de obispos católicos.
Instancio y los demás fueron desterrados y despojados de sus bienes.



Inmediatamente después del proceso de Tréveris, Máximo envió a dos comisarios a Hispania para depurar las sedes episcopales de todo rastro de priscilianismo, iniciándose una cadena de ejecuciones y deportaciones que acabaron por despertar las iras de sectores de la Iglesia oficial descontentos con el curso de los acontecimientos, y que se habían opuesto desde un principio a la injerencia imperial en asuntos eclesiásticos y a la ejecución de los herejes.

El proceso contra Prisciliano y los suyos causó un notable impacto en la época.
Ambrosio de Milán, pese a discrepar de las tesis priscilianistas, condenó la ejecución y comparó el juicio con el traslado de la acusación de Jesús a Pilatos por los sacerdotes.
Depranio afirmó que no se les había condenado sino por piedad excesiva, y a los obispos delatores los calificó de bandidos, calumniadores y verdugos.

En cualquier caso, en vez de acabar con el priscilianismo, estos hechos lo consolidaron.

Además, en el año 388 Máximo fue derrocado y decapitado por Teodosio, y la situación dio un vuelco.
Itacio resultó excomulgado por su implicación directa en el juicio secular contra Prisciliano y debió renunciar a la mitra, al igual que otros antipriscilianistas.


En el 389, según Sulpicio Severo, varios discípulos de Prisciliano viajaron a Tréveris con el permiso de Roma para exhumar los restos de su líder y llevarlos a Gallaecia.
A la cabeza de esta delegación se encontraba Dictinio, autor de uno de los pocos textos priscilianistas de los que se conoce su existencia, aunque no se conserva ningún ejemplar. De ese libro, titulado Libra, se tienen referencias indirectas en la obra de San Agustín de Hipona Contra mendacium. San Agustín fue uno de los Padres de la Iglesia más activos contra el pensamiento de Prisciliano.

En el año 400 el Concilio de Toledo redactó una nueva condena del priscilianismo:
«Condenamos la doctrina herética de Prisciliano, que escribió que el Hijo de Dios no puede nacer».
En este sínodo se aseguró que once de los doce obispos de la Gallaecia eran priscilianistas.

Algunos herejes dijeron abjurar de sus ideas, pero, para evitar nuevas persecuciones, los priscilianistas se constituyeron en una sociedad secreta y nombraron sus propios obispos.

Esta situación creó un cisma en la Iglesia que obligó a intervenir al papa Inocencio I, que en el año 404 decretó la Regula fidei contra omnes hereses, maxime contra Priscillianistas.

En 409 Honorio, hijo de Teodosio, condenó nuevamente el priscilianismo y llegó a imponer multas a los funcionarios civiles que no persiguieran la herejía.



Ese mismo año los bárbaros invadieron el Imperio, y los priscilianistas verán facilitada su supervivencia en el noroeste peninsular, sobre todo en el entorno rural, al amparo de la independencia política respecto de Roma.

El priscilianismo se mantuvo durante al menos dos o tres siglos más, sobre todo en Gallaecia, como lo demuestran los sucesivos concilios convocados para tratar el tema.
En uno de ellos, celebrado en 563, se establecía:
«Si alguno, además de la Santa Trinidad, introduce otros nombres de la Divinidad, como hicieron los gnósticos y Prisciliano, sea anatema.
Si alguno no venera verdaderamente la natividad de Cristo según la carne, sino que finge honrarla ayunando en aquel día y en domingo, porque no cree que Cristo nació con verdadera naturaleza de hombre, como afirmaron Marción, Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.
Si alguno cree que el diablo ha hecho en el mundo algunas criaturas y que él de propia autoridad produce los truenos, relámpagos, tempestades y sequías, como afirmó Prisciliano, sea anatema.
Si alguno condena los matrimonios humanos y aborrece la procreación de los que van a nacer, como afirmaron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema».



En el año 813 un ermitaño comunica al obispo de Iria Flavia que en el bosque se ven unas luces extrañas.
El obispo referirá después al rey Alfonso II el Casto que buscando el origen de las luces halló un sepulcro, que atribuyó inmediatamente al apóstol Santiago.
La noticia se hace oficial con el Papa León III.

En el año 1900 el hagiógrafo Louis Duchesne publica en la revista de Toulouse Annales du Midi un artículo titulado “Saint Jacques en Galice” en el que sugiere que quien realmente está enterrado en Compostela es Prisciliano, cuyos restos fueron llevados allí por sus discípulos.
Posteriormente Sánchez-Albornoz y Unamuno secundaron esta hipótesis.



viernes, 30 de marzo de 2012

ADOPCIONISMO



Jesús fue sólo hombre, adoptado como “hijo” por la divinidad espiritual como instrumento para la salvación, ya que la divinidad no puede contaminarse con la materia.
Dios confirió a Jesús una potencia divina para que pudiera llevar a cabo su misión en el mundo.

Jesús era un ser humano, elevado a categoría divina por designio de Dios por su adopción, bien al ser concebido, o en algún momento a lo largo de su vida, o bien tras su muerte.


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Adopcionismo de los primeros siglos (siglos II-IV):


Para el judaísmo, el mesías es un ser humano elegido por Dios para llevar a cabo su obra: tomar a los hebreos (un pueblo derrotado repetidamente por enemigos demasiado poderosos) y situarlos sobre todas las naciones. El mesías no es el Hijo de Dios, sino un hombre escogido por Dios.
Por otra parte, en la tradición greco-romana existían héroes elevados a la condición divina después de extraordinarias proezas. Así, Heraclés, que después de haber sido quemado en una pira es recogido por Zeus para gobernar a su lado.
Consiguientemente, el adopcionismo era fácilmente aceptable para los primeros cristianos, y asimismo resultaba fácil identificarse con un héroe como Jesús, un ser humano como cualquiera que es elegido por la divinidad, y que en consecuencia daba esperanzas de salvación a los propios cristianos, tan humildes como su mesías.


Hacia el año 150, Hermas, hermano del papa Pío I, escribió El Pastor, texto en el afirmaba que Cristo era un hombre escogido (“adoptado”) por Dios, que le insufló el Espíritu Santo o potencia divina.


Algo más tarde, desarrolló esta tesis un rico curtidor de pieles, Teodoto de Bizancio.
Teodoto, influido por las corrientes ebionitas y gnósticas, sostuvo que Cristo era sólo un hombre común. Su condición divina la recibió al ser “adoptado” como Hijo de Dios durante el bautismo en el río Jordán (según otros adopcionistas ello habría ocurrido bien durante la concepción o bien después de su resurrección). El Logos (o Verbo) era una energía divina que entró en Cristo para poder éste llevar a término su misión mesiánica.
A pesar de que Teodoto fue excomulgado por el papa Víctor a finales del siglo II, formó en Roma una comunidad de seguidores, quienes, para argumentar sus teorías, recurrieron no sólo a las Sagradas Escrituras sino también al pensamiento de filósofos como Aristóteles, Platón y Euclides.


Otros importantes representantes de la herejía adopcionista fueron Pablo de Samosata, obispo de Antioquía (excomulgado en el año 268) y su discípulo Arrio, y el obispo de Sirmio, Fotino (excomulgado en el año 351).


La secta de Teodoto tuvo, a mediados del siglo III, su último representante en Artemón o Artemo, que enseñaba en Roma.


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Adopcionismo hispánico (siglo VIII):


En el siglo VIII reapareció el adopcionismo, reformulado por Elipando, arzobispo de Toledo (entonces bajo dominio mahometano) y por Félix, obispo de Urgel (entonces bajo dominio franco).

El adopcionismo de la Iglesia Española, preconizado por Elipando de Toledo y Félix de Urgel, tuvo un matiz muy distinto al de Teodoto.


El origen de “Hispanicus error”, como se le llamó, es impreciso.
El nestorianismo había sido una herejía oriental que parecía haberse extinguido en sus tierras de origen.
Pero la colonia nestoriana siria había encontrado refugio en el extremo occidental, en Al-Andalus.


La tesis de la “adopción” fue importada de Oriente a Occidente en el siglo VII por Teodisco, sucesor de San Isidoro en la sede de Sevilla.
Teodisco fue depuesto de su dignidad por afirmar que Jesucristo no era Dios con el Padre, sino Hijo adoptivo.


Asumió esta doctrina en el siglo VIII el monje Elipando. Siempre dedicado al estudio, recibió influencias de las corrientes religiosas sirias, que habían llegado a la península procedentes de África en la juventud de Elipando.
Elipando llegó a ser arzobispo de Toledo, y como tal combatió los intentos de Carlomagno de someter la Iglesia española a la franca.


Elipando distinguió entre Jesús como Dios y Jesús como hombre.
Afirmó la existencia de una doble naturaleza de Cristo, una divina y otra humana: como hombre, Cristo es solamente hijo adoptivo de Dios, pero como Dios es verdadero Hijo de Dios, habitando un cuerpo humano.
Señaló así Elipando una doble cualidad de hijo en Cristo: una por generación y otra por adopción. Cristo como Dios es desde luego el Hijo de Dios por generación, pero Cristo como hombre es Hijo de Dios sólo por adopción.
“Jesús el hombre” es el hijo adoptivo y no natural de Dios.


El primero en responder a la doctrina del metropolitano de Toledo fue el monje español Beato, abad de Santo Toribio de Liébana, que hacia 785 envió a Elipando un escrito titulado Apologeticus en el que le manifestaba sus dudas sobre la doctrina expuesta por éste.
Beato de Liébana, junto con el obispo de Osma y el Reino de Asturias fueron los más tempranos combatientes del adopcionismo.


Elipando convenció a Félix de Urgel, famoso por su sabiduría, y éste entró en la controversia como aliado de Elipando y se convirtió en líder del nuevo movimiento, que se llamó "Haeresis Feliciana".
Félix citaba innumerables textos de la escritura y encontraba en la literatura patrística y la liturgia mozárabe expresiones tales como “adoptio”, “homo adoptivus”, aplicados supuestamente a la Encarnación de Jesucristo.


Si el adopcionismo tuvo influencia en España durante décadas y se extendió por el sur de Francia, se debió a que la invasión islámica había anulado el control de Roma sobre la mayor parte de España y a que Carlomagno adoptó una postura conciliadora, puesto que, pese a su lealtad a Roma, no quería ganarse la enemistad de aquellas provincias.

Al estar la diócesis de Urgel en la Marca Hispánica - entonces bajo el dominio de Carlomagno -, la defensa del adopcionismo por parte de Félix hizo que la doctrina traspasara las fronteras y se convirtiera en una disputa de toda la Iglesia.


En 787 el papa Adriano I dirigió una carta a Elipando, llamándolo a que abandonara su herejía.
Al no lograr ningún resultado, en 792 el papa convocó, junto con Carlomagno - preocupado éste por la ruptura de la unidad del Imperio -, un concilio en Ratisbona.
Allí compareció Félix, quien expuso sus tesis, pero, tras largos debates, acabó retractándose de las mismas y condenando el adopcionismo.
Vuelto Félix a su sede en Urgel, incitado por Elipando, retomó el adopcionismo y se trasladó a Toledo, donde tenía mayor apoyo.
En vista de esa persistencia y de las cartas que Elipando había dirigido a muchos obispos germanos y franceses, en 794 Carlomagno, con el consentimiento del papa, convocó otro concilio general en Francfort.
En él Elipando expuso sus creencias sin ceder un ápice.
En 799 el papa León III convocó en Roma un sínodo que pronunció un anatema contra Félix.
Félix fue convocado nuevamente por Carlomagno en Aquisgrán, donde, después de haberle insistido varios obispos en la falsedad de su doctrina, con razones de la Sagrada Escritura, el prelado de Urgel renunció a ella.
El emperador le ordenó permanecer en Lyon bajo la vigilancia del obispo Leidrad, y acabó pareciendo que su conversión era genuina.
Sin embargo, a su muerte, Agobardo, el sucesor de Leidrad, encontró entre sus papeles una retractación definitiva de todos sus anteriores retractaciones.
Elipando, por su parte, murió sin abjurar de sus doctrinas.


El adopcionismo no sobrevivió mucho tiempo a sus autores.
Lo que Carlomagno no pudo por la diplomacia ni por los sínodos se consiguió gracias a sabios como Alcuino, que combatió con éxito las formulaciones adopcionistas en los tratados Adversus Elipandum Toletanum y Contra Felicem Urgellensem.


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Adopcionismo de Abelardo (siglo XII):


Abelardo consideró la humanidad de Cristo el hábito externo e instrumental del Verbo y negó la realidad sustancial del “hombre Cristo”. El “hombre Cristo” no podía ser llamado el verdadero Hijo de Dios.
¿Era un hijo adoptivo de Dios?
Abelardo rechazó toda relación con los adopcionistas, pero, una vez que su teoría se extendió más allá de Francia, a Italia y Alemania, su discípulos fueron menos cautelosos que su maestro.


Luitolfo defendía en Roma que “Cristo, como hombre, es hijo natural de hombre e hijo adoptivo de Dios”; y Folmar, en Alemania, llevó su postura hasta las consecuencias más extremas negando que Cristo como hombre debiera ser adorado.
El neo-adopcionismo de Abelardo fue condenado por Alejandro III en un documento de 1177: “Prohibimos bajo pena de anatema que alguien se atreva a afirmar que Cristo como hombre no es una realidad sustancial, porque, como es verdaderamente Dios, así es verdaderamente hombre”.

lunes, 19 de marzo de 2012

MARCIONISMO


Marción fue un comerciante de origen oriental, nacido hacia el año 100 en la ciudad de Sínope, en el Ponto (mar Negro).


Hacia el 140, convertido al cristianismo, se trasladó a Roma, donde vendió sus barcos y entregó a la Iglesia gran parte del dinero conseguido.
Marción se encontró en Roma con un maestro gnóstico llamado Kerdón, y de él recibió algunas enseñanzas.
Hacia el 144, Marción ya había desarrollado su propia concepción del cristianismo.
La expuso en público y no obtuvo gran aceptación. La comunidad de Roma lo excomulgó y le devolvió sus donaciones.


Entonces, con la ayuda de ese dinero, Marción fundó su propia Iglesia, la marcionita, que pronto fue una competencia real para el grupo mayoritario y que se extendió por diversas provincias del Imperio.


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El comienzo del sistema religioso de Marción es una angustiosa visión de la maldad del mundo, lo que le lleva a preguntarse por el origen del mal.


El convencimiento de que la divinidad ha de ser esencialmente buena lo condujo a deducir que el origen del mal estaba no en un Dios supremo, sino en el Poder creador de este mundo tan perverso, quienquiera que fuese.


La respuesta a quién había sido ese creador la encontró Marción en la Biblia hebrea:
Yahvé, el dios del Antiguo Testamento, a quien se podría denominar también Demiurgo, utilizando la terminología platónica para el hacedor de este mundo material.
Yahvé es un ser malvado.
Marción confirmó esta idea contrastando la imagen que el Antiguo Testamento ofrece de su dios (un ser iracundo, celoso, vengativo, cruel, castigador, despiadado) con el Dios bondadoso que había predicado Jesús.


Marción estableció así que hay dos dioses, dos principios: un Dios trascendente, superior, extraño a este universo, que no es creación suya, un Dios bueno; y otro dios, perverso, creador de este mundo.
Estos dos Poderes habrían existido desde siempre.
La creación del universo y del hombre en cuanto ser material, carnal, es obra de Yahvé, como dice la Biblia.
Tanto el cosmos como el ser humano son tan imperfectos como su creador.


Pero el otro Poder, el Dios bueno y extraño al mundo, no podía contemplar impasible lo que ocurría, sentía pena por el hombre.
Movido por esa compasión, y de una manera gratuita, por bondad pura, ese Dios supremo envía a un Salvador.
Jesús es el Revelador del Dios bueno.


En las doctrinas gnósticas el Dios trascendente desea salvar al hombre porque el espíritu humano es una parte de la sustancia divina.


En Marción no es así.
El Dios bueno salva por pura gracia y bondad a un ser humano que en el fondo, como toda la creación de Yahvé, le es ajeno.


El Salvador es el Hijo del Dios bueno, el Cristo, que se entregará por los hombres para ser víctima de la ira y crueldad del dios creador que lo llevará a la cruz.
En realidad no hay diferencia entre el Padre y el Hijo; ambos son un Dios único.
El Hijo de Dios no es más que un modo (modalismo) de comunicación de Dios hacia fuera de sí mismo; es una revelación de sí mismo; la proyección de la divinidad al exterior.


Marción sostuvo que Cristo no nació de María sino que apareció ya adulto en Cafarnaún.
Su cuerpo fue sólo apariencial (docetismo): Es imposible que el Dios supremo haya asumido la materia, pues ésta le es absolutamente extraña, como propia del Demiurgo que es.


La salvación que trae este Redentor consiste, por un lado, en sufrir voluntariamente la muerte a manos de los esbirros del dios creador, su enemigo, pues esta muerte es un auténtico “rescate” de la humanidad de manos de ese creador.
En el sistema de Marción no se explica bien cómo es posible que un Redentor que tiene sólo un cuerpo aparente pueda sufrir verdadera muerte y que este acto tenga valor de “rescate” de los humanos. Pero Marción lo afirma.


Por otro lado, la salvación del Redentor consiste en revelar a los hombres la existencia de ese Dios supremo, a la vez que la maldad del otro principio, el creador, Yahvé, la inanidad de su Ley, el verdadero sentido del pecado - que es someterse a ese creador malo e intentar agradarle procurando cumplir su Ley - y la necesidad de esperar la muerte con tranquilidad para que el espíritu del hombre pueda ascender hacia el Dios bueno.


Se salvarán las almas solamente, no los cuerpos.
La felicidad de los salvados consistirá en disfrutar para siempre de la presencia del Dios verdadero.


Así, en la doctrina de Marción se prefigura la concepción gnóstica:
La existencia de dos Poderes - el Dios Trascendente, extraño al mundo, y el Demiurgo, creador del universo -, y el envío a la tierra de un Redentor.


La vida en la tierra de los que reciban esa revelación del Dios bondadoso ha de consistir en una creciente renuncia a las servidumbres de la materia, lo que incluye dejar de engendrar nuevos seres.


Marción fue el primero en elaborar una lista de escritos sagrados cristianos: las Sagradas Escrituras marcionitas. Aún no había un canon de libros sagrados cristianos proclamado oficialmente. Confeccionar esa lista fue ocurrencia primera de Marción, para dar consistencia a su Iglesia.


Su Biblia era breve: Eliminó todo el Antiguo Testamento, y estableció como corpus cristiano el Evangelio de Lucas y las Epístolas de Pablo, expurgando de ellos algunos pasajes que, según él, habían sido interpolados o manipulados por los copistas, porque en ellos se hablaba bien del dios del Antiguo Testamento.


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Los marcionitas fueron el único grupo cristiano del siglo II que formó una Iglesia propia, que duró siglos.


A pesar de que predicaba una ascesis absoluta, la iglesia marcionita se expandió rápidamente, gracias a la labor de los discípulos de su fundador, entre los que destacó Apeles.


Para frenar esa expansión, la Iglesia mayoriataria elaboró a su vez una lista de Escrituras Sagradas sobre las que basar la doctrina.
En el siglo VI los marcionitas desaparecieron.