miércoles, 10 de diciembre de 2014

El Bien y el Mal




Hay una antinomia fundamental entre el Bien y el Mal.

Cuando el Tentador dice a Cristo: «Todo esto te daré si te prosternas y me adoras», ¿cómo habría podido ofrecérselo si no le hubiera pertenecido? Y ¿cómo podría pertenecerle si no fuera su creador?
Cuando Cristo habla de las plantas que su Padre celestial no ha plantado, ello ha de significar que han sido plantadas por otro.
Cuando Juan el evangelista habla de los «hijos de Dios que no han nacido de la carne ni de la voluntad de la sangre», ¿de quién son, en cambio, los hombres nacidos de la carne y de la sangre? ¿De quién son hijos sino de otro creador, sino del Diablo, que, según palabras del propio Cristo, es «su padre»?:
«Vuestro padre es el diablo. Éste fue asesino desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; es mentiroso y padre de la mentira. El que es de Dios, escucha las palabras de Dios; vosotros no las escucháis, porque no sois de Dios» (Juan VIII, 44-47).

Todos los pasajes del Nuevo Testamento donde se habla del demonio, de la lucha entre la carne y el espíritu, del hombre viejo del que hay que despojarse, del mundo sumido en el pecado y en las tinieblas, manifiestan la antítesis que existe entre Dios, cuyo reino no es de este mundo, y el príncipe de este mundo.

El Reino de Dios es el mundo invisible, absolutamente bueno y perfecto, el mundo de la luz: la ciudad eterna. Un lugar donde «no hay ni hombre ni mujer, pues todos son uno en Cristo Jesús».

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