lunes, 20 de junio de 2011

En el principio era la Palabra


En el principio eran la Palabra y la Nada, el Ser y el No-Ser, la Luz y la Oscuridad, el Dios y el Demiurgo.
Y desde el principio de los tiempos la Palabra y la Nada estaban en lucha.
El reino de la Palabra es el espíritu, y la Nada creó la materia para reinar en ella.
Partículas de Luz se desprendieron del reino de Dios y fueron atrapadas por el Demiurgo en cárceles de materia.


Y así surgió el hombre. Un ser de procedencia espiritual encerrado en un cuerpo de carne. Una partícula de Luz atrapada en la materia.


Procedemos de la Luz, pero, presos en la materia, olvidamos nuestro origen.
Somos seres de Luz, pero la Oscuridad no nos deja reconocernos, no nos deja encontrar el camino de vuelta, no nos deja ver.
Caminamos a tientas por el Valle de las Sombras. Enredados en la materia, no podemos escuchar la llamada, no sabemos entender las señales.


La Luz no siempre logra atravesar las Sombras.
“La luz en las tinieblas resplandece, mas las tinieblas no la comprendieron.”
(Juan, I, 5).

La niebla se espesa. El hombre, con cada minúsculo acto miserable, contribuye a espesar la niebla, colabora con el Demiurgo, se aleja de la Luz.

La presencia de Jesús en la tierra es el esfuerzo de la Luz por recuperarnos, por indicarnos el camino.
Pero las partículas de Luz caída no lo reconocieron.
“A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron.
Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios.
Los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.”
(Juan, I, 11-13).

Cegados por la niebla, no reconocemos la Luz. No reconocemos que somos parte de la Luz.
“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”.
Jesús es la Luz que toma apariencia material para comunicarse con nosotros, para recordarnos lo que somos.

Cuando empezamos a recordar, empezamos a regresar. Desde el momento en que empezamos a recordar, la materia va dejando de interesarnos.
“El que tenga oídos para oir, que oiga”.
La niebla embota nuestra capacidad para ver y oir. Hay que esforzarse. A veces el recuerdo del origen se pierde de tal modo que ni siquiera sentimos la necesidad de esforzarnos por recordar.


Pero el Espíritu no muere. Hasta en el más depravado criminal alienta una chispa de Luz, más y más tenue conforme cada acto de maldad ha ido espesando la oscuridad en torno a ella.
Cuando muera ese cuerpo, el Espíritu preso en él seguirá encadenado, porque para recuperar la libertad primero hay que recordarla. Dios nos tiende la mano, pero nosotros hemos de alzarnos lo suficiente como para alcanzarla.


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