domingo, 1 de febrero de 2015

Materia y Espíritu





Nos han enseñado a tratar con Dios de un cierto modo. A recurrir a Él cuando nos van mal las cosas, cuando tenemos problemas, cuando estamos en apuros.

Entonces le pedimos ayuda. Casi sin pensar. Como han hecho tantos seres humanos a lo largo de los siglos.

Le pedimos ayuda, y hacemos bien. Pero quizás no siempre puede ayudarnos. Su intervención en este mundo material es limitada.

Le pedimos ayuda cuando nuestro cuerpo enferma, sin recordar que este cuerpo no es cosa de Dios. Le pedimos ayuda cuando perdemos el empleo, cuando necesitamos dinero, cuando los que creíamos nuestros amigos nos hacen daño... Le pedimos ayuda ante múltiples reveses propios de este mundo. ¿Puede ayudarnos? ¿Puede devolver la salud a un cuerpo maltrecho? ¿Puede hacer que encontremos trabajo?

Desde luego, hay que contar con la ayuda de Dios. Pero también hay que tener presente que las cosas de este mundo no son asunto de Dios salvo en cuanto que afectan a los espíritus que estamos presos en él. Quizás haya algún modo en que consiga ayudarnos, quizás pueda enviarnos a alguno de sus ángeles para que nos protejan, para que nos tomen de la mano y nos conduzcan por la senda adecuada. Quizás...

Quizás no siempre puede. Quizás, a veces, nos escucha impotente.

No es nuestro cuerpo lo que importa a Dios, sino nuestra alma. Pero el alma prisionera en la tierra necesita valerse de la materia para salir adelante.

El dinero no es bueno ni malo en sí mismo; depende del uso que hagamos de él. ¿Podemos, entonces, pedir dinero a Dios? Y ¿puede haber intervención divina relacionada con el dinero?

Impera en los Evangelios un mensaje a favor de los pobres y en contra de los ricos.

Sin embargo, esa pobreza hay que entenderla como desasimiento, como desvinculación del espíritu con respecto a la materia.

Cuando la pobreza, en cambio, a lo que conduce es a una preocupación permanente por el dinero; cuando la pobreza lo que hace es impedir el vuelo del espíritu; cuando la pobreza es fuente de angustia y se convierte en un lastre que no permite que el espíritu se ocupe de las cosas del espíritu, entonces ¿qué beneficio obtiene el alma de esa pobreza?

El dinero puede facilitar la vida del espíritu, siempre y cuando éste sepa utilizarlo tan sólo para liberarse de las preocupaciones materiales, y no para crearse nuevas ataduras con lo mundano.

Tan material es el cuerpo como el dinero. Tan material es desear un cuerpo saludable como una holgada economía. Ni la falta de salud ni la falta de dinero nos van a hacer mejores por sí mismas. Lo que hemos de buscar es el desapego. Pero seguramente nos será más fácil atender a las cosas del espíritu si no tenemos la interferencia permanente del dolor físico o de la preocupación económica.

¿Puede Dios ayudarnos a sortear esos escollos?

Quizás no. Pero siempre nos queda la esperanza de que encuentre el modo de intervenir en las cosas de este mundo para ayudar a las desventuradas almas presas en él.

No hay motivo para creer que los enfermos o los indigentes o los maltratados hayan recibido una especial “bendición” de Dios. No hay bendición alguna en ser desgraciado. Si lo somos, se debe a la miseria propia de este mundo. Debemos tratar de evitar esas situaciones de desgracia, pero no para acomodarnos en este mundo, sino para poder buscar sin interferencias el camino de salida de él.

Las situaciones de conflicto, del tipo que sean, nos perturban, salvo que hayamos alcanzado ese grado de indiferencia que está al alcance de tan pocos.

Dios lo sabe. En su deseo de ayudar a los espíritus cautivos, que de Él proceden y a Él retornarán, tal vez encuentre el modo de apartar los obstáculos.

Pidámosle ayuda. Pero sabiendo que quizás no nos la pueda prestar, que su capacidad de intervención en este mundo es limitada.

Pidámosle ayuda, pero sepamos que nosotros hemos de colaborar con Él, auxiliándonos los unos a los otros para que nuestro camino esté lo más despejado posible y el ruido no nos impida escuchar la llamada.

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