Nos han enseñado a tratar con Dios de un cierto
modo. A recurrir a Él cuando nos van mal las cosas, cuando tenemos problemas,
cuando estamos en apuros.
Entonces le pedimos ayuda. Casi sin pensar. Como
han hecho tantos seres humanos a lo largo de los siglos.
Le pedimos ayuda, y hacemos bien. Pero quizás no
siempre puede ayudarnos. Su intervención en este mundo material es limitada.
Le pedimos ayuda cuando nuestro cuerpo enferma, sin
recordar que este cuerpo no es cosa de Dios. Le pedimos ayuda cuando perdemos
el empleo, cuando necesitamos dinero, cuando los que creíamos nuestros amigos
nos hacen daño... Le pedimos ayuda ante múltiples reveses propios de este
mundo. ¿Puede ayudarnos? ¿Puede devolver la salud a un cuerpo maltrecho? ¿Puede
hacer que encontremos trabajo?
Desde luego, hay que contar con la ayuda de Dios.
Pero también hay que tener presente que las cosas de este mundo no son asunto
de Dios salvo en cuanto que afectan a los espíritus que estamos presos en él.
Quizás haya algún modo en que consiga ayudarnos, quizás pueda enviarnos a
alguno de sus ángeles para que nos protejan, para que nos tomen de la mano y
nos conduzcan por la senda adecuada. Quizás...
Quizás no siempre puede. Quizás, a veces, nos
escucha impotente.
No es nuestro cuerpo lo que importa a Dios, sino
nuestra alma. Pero el alma prisionera en la tierra necesita valerse de la
materia para salir adelante.
El dinero no es bueno ni malo en sí mismo; depende
del uso que hagamos de él. ¿Podemos, entonces, pedir dinero a Dios? Y ¿puede
haber intervención divina relacionada con el dinero?
Impera en los Evangelios un mensaje a favor de los
pobres y en contra de los ricos.
Sin embargo, esa pobreza hay que entenderla como
desasimiento, como desvinculación del espíritu con respecto a la materia.
Cuando la pobreza, en cambio, a lo que conduce es a
una preocupación permanente por el dinero; cuando la pobreza lo que hace es
impedir el vuelo del espíritu; cuando la pobreza es fuente de angustia y se
convierte en un lastre que no permite que el espíritu se ocupe de las cosas del
espíritu, entonces ¿qué beneficio obtiene el alma de esa pobreza?
El dinero puede facilitar la vida del espíritu,
siempre y cuando éste sepa utilizarlo tan sólo para liberarse de las
preocupaciones materiales, y no para crearse nuevas ataduras con lo mundano.
Tan material es el cuerpo como el dinero. Tan
material es desear un cuerpo saludable como una holgada economía. Ni la falta
de salud ni la falta de dinero nos van a hacer mejores por sí mismas. Lo que
hemos de buscar es el desapego. Pero seguramente nos será más fácil atender a
las cosas del espíritu si no tenemos la interferencia permanente del dolor físico
o de la preocupación económica.
¿Puede Dios ayudarnos a sortear esos escollos?
Quizás no. Pero siempre nos queda la esperanza de
que encuentre el modo de intervenir en las cosas de este mundo para ayudar a
las desventuradas almas presas en él.
No hay motivo para creer que los enfermos o los
indigentes o los maltratados hayan recibido una especial “bendición” de Dios.
No hay bendición alguna en ser desgraciado. Si lo somos, se debe a la miseria
propia de este mundo. Debemos tratar de evitar esas situaciones de desgracia,
pero no para acomodarnos en este mundo, sino para poder buscar sin interferencias
el camino de salida de él.
Las situaciones de conflicto, del tipo que sean,
nos perturban, salvo que hayamos alcanzado ese grado de indiferencia que está
al alcance de tan pocos.
Dios lo sabe. En su deseo de ayudar a los espíritus
cautivos, que de Él proceden y a Él retornarán, tal vez encuentre el modo de
apartar los obstáculos.
Pidámosle ayuda. Pero sabiendo que quizás no nos la
pueda prestar, que su capacidad de intervención en este mundo es limitada.
Pidámosle ayuda, pero sepamos que nosotros hemos de
colaborar con Él, auxiliándonos los unos a los otros para que nuestro camino
esté lo más despejado posible y el ruido no nos impida escuchar la llamada.
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