A lo largo de los siglos, las religiones han
implantado uno u otro criterio de sometimiento de la mujer.
En todas las grandes religiones, el ser humano
masculino ha establecido una escala de valores y un sistema organizativo basado
en los genitales.
En todas las grandes religiones, el criterio
diferenciador básico entre seres humanos ha sido el sexo.
Así, de un modo encubierto pero implacable, la
materia impone sus leyes al espíritu. El príncipe de este mundo ha conseguido
que los sacerdotes sirvan a la materia en vez de al espíritu. Ha conseguido que
el ser humano con genitales masculinos se considere superior y establezca la
exigencia de tener genitales masculinos para “gestionar lo sagrado”. Es así
como la materia está rigiendo lo que debería ser ámbito del espíritu.
Todas las religiones en las que impera un sexo
sobre el otro son en realidad religiones al servicio de la materia. Una
religión regida por el espíritu no haría distinción alguna entre sexos, no
concedería relevancia alguna a una diferencia radicada exclusivamente en la
materia.
Pero el príncipe de las tinieblas se ha infiltrado
en las religiones y ha logrado instaurar su ley.
Mientras los sacerdotes desde sus púlpitos
masculinos hablan de Dios y del Reino del Espíritu, su posición, su vida, las
normas por las que se rigen, la organización en la que están integrados, todo
ello se fundamenta en un principio de preeminencia de sus genitales sobre los
de los cuerpos del otro sexo.
Así, a través de las castas sacerdotales, el
príncipe de la materia se ha impuesto en lo que debería ser reducto del
espíritu. A través de las religiones tradicionales, la materia ha impuesto su
organización al espíritu.
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