Atados como estamos a la carne, hemos
sobredimensionado la importancia de las leyes físicas, en detrimento de las del
espíritu. Y la casta sacerdotal de las Iglesias tradicionales, desviándose de
las enseñanzas del Enviado, ha prestado más atención a los signos de la carne
que a los del Espíritu.
La casta sacerdotal se ha fijado más en la
apariencia del Enviado que en su esencia, a los sacerdotes les ha parecido más
sencillo imitar la apariencia que la esencia y se han atribuido a sí mismos una
superioridad sobre otros seres de los que lo único que les diferencia es una
distinta encarnadura.
Y así nos encontramos con que las ceremonias
religiosas, que deberían estar regidas por el espíritu, en realidad están
gobernadas por la carne, porque es la carne y sólo la carne la que determina en
esas reuniones quién puede asumir un papel activo y quién sólo puede ocupar un
lugar secundario.
Siguiendo los dictados del creador de este mundo,
nuestras sociedades se han regido siempre, y lo harán hasta el fin de los
tiempos, por relaciones de poder y dominación. Esa imposición de unos seres
humanos sobre otros ha tenido diversas manifestaciones a lo largo de la
Historia: Se ha basado en la fuerza, en la raza, en el dinero... Y en el sexo.
Las diferentes castas sacerdotales han convertido
el sacerdocio en un privilegio que se niegan a compartir. Lo llaman servicio,
pero no es tal, sino un mecanismo de poder y control.
Así, en cierto modo, resulta que la organización de
las Iglesias se basa en la atribución de una importancia desmesurada a los
genitales. Si las Iglesias atendieran a lo que importa, que es el espíritu, la
pertenencia a uno u otro sexo no tendría más relevancia que la pertenencia a
una u otra raza. Se trata de una cuestión estrictamente material, y que por lo tanto
para las Iglesias debería ser irrelevante.
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