martes, 17 de febrero de 2015

La carne




Atados como estamos a la carne, hemos sobredimensionado la importancia de las leyes físicas, en detrimento de las del espíritu. Y la casta sacerdotal de las Iglesias tradicionales, desviándose de las enseñanzas del Enviado, ha prestado más atención a los signos de la carne que a los del Espíritu.

La casta sacerdotal se ha fijado más en la apariencia del Enviado que en su esencia, a los sacerdotes les ha parecido más sencillo imitar la apariencia que la esencia y se han atribuido a sí mismos una superioridad sobre otros seres de los que lo único que les diferencia es una distinta encarnadura.

Y así nos encontramos con que las ceremonias religiosas, que deberían estar regidas por el espíritu, en realidad están gobernadas por la carne, porque es la carne y sólo la carne la que determina en esas reuniones quién puede asumir un papel activo y quién sólo puede ocupar un lugar secundario.

Siguiendo los dictados del creador de este mundo, nuestras sociedades se han regido siempre, y lo harán hasta el fin de los tiempos, por relaciones de poder y dominación. Esa imposición de unos seres humanos sobre otros ha tenido diversas manifestaciones a lo largo de la Historia: Se ha basado en la fuerza, en la raza, en el dinero... Y en el sexo.

Las diferentes castas sacerdotales han convertido el sacerdocio en un privilegio que se niegan a compartir. Lo llaman servicio, pero no es tal, sino un mecanismo de poder y control.

Así, en cierto modo, resulta que la organización de las Iglesias se basa en la atribución de una importancia desmesurada a los genitales. Si las Iglesias atendieran a lo que importa, que es el espíritu, la pertenencia a uno u otro sexo no tendría más relevancia que la pertenencia a una u otra raza. Se trata de una cuestión estrictamente material, y que por lo tanto para las Iglesias debería ser irrelevante.

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