Las castas sacerdotales de las diferentes
religiones han excluido a la mujer del primer plano del mundo del espíritu, la
han confinado en el mundo de la materia.
Esa exclusión ha llegado a ser algo tan arraigado y
tan “natural” que a nadie llama la atención. Las mismas mujeres han asumido ese
lastre. Los sacerdotes, al mismo tiempo que se dicen llamados por Dios, afirman
que de esa llamada están excluidas las mujeres porque no tienen los genitales
adecuados. Sacerdotes de todas las religiones han convertido los genitales en
la clave de acceso a la comunicación con Dios, y han convencido a las mujeres
de que esa comunicación directa a ellas les está vedada, las han convencido de
que Dios no confía en ellas para ser las transmisoras del mensaje, porque sus
genitales no son los adecuados.
Infinidad de mujeres, de distintas épocas, de
culturas diversas, lo han creído. Ellas mismas, convencidas por esos
sacerdotes, convencidas por unas sociedades que a su vez han creído lo dicho
por los sacerdotes, ellas mismas han defendido su vinculación a la materia, su
protagonismo preferente en el ámbito de la materia.
Así los sacerdotes han ralentizado la andadura de
muchos seres humanos hacia el Espíritu. En vez de facilitarles el camino, lo
han llenado de obstáculos.
De ese modo, los sacerdotes se han transformado en
agentes de la materia. El dios al que dicen representar no es el Dios del
Espíritu, que no hace distinciones entre hombres y mujeres, sino el demiurgo
creador de la materia. Los sacerdotes, al convertir las diferencias físicas en
fundamento de la organización de sus Iglesias, no son portadores del mensaje de
Dios, sino instrumento y vehículo del creador de la materia.
Las palabras de los sacerdotes pueden parecer
justas y sabias. A veces lo son. Pero en su mensaje late siempre la gran
injusticia de origen: sojuzgar a la mitad de los seres humanos. Esa injusticia
inicial impregna necesariamente el resto de su actuación. Pueden parecer
hombres que actúan en nombre de Dios. Pero no está capacitado para hablar de
amor, de justicia y de igualdad quien basa su vida en la desigualdad, la
injusticia y el desamor.
Pueden asegurar que aman al prójimo, pero es una
extraña forma de amar la que en vez de ayudar pone barreras, la que, en vez de
tratar a los demás como iguales, establece una radical diferenciación, basada
en el físico, que condena a la mitad de la humanidad a un camino doblemente
difícil.
Hay algo profundamente perverso en ese modo de
actuar. Durante siglos, desde su posición de preeminencia, han inspirado la
organización de la sociedad religiosa sobre esa base injusta.
Como la generalidad de las sociedades ha asumido
esa distribución, difícilmente se advertirá la perversidad que late en ella.
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