Así como en
nosotros existen dos mundos, el espíritu y la carne, así también en el
universo hay dos principios de acción: el Bien y el Mal. El Bien es Dios; el
Mal es Lucifer.
Nosotros, los
humanos, somos emanación de estos dos principios. El hombre espiritual, el
alma, es obra de Dios. El hombre material, el cuerpo, es hechura de Lucifer.
Nuestra alma es divina y eterna. Nuestro cuerpo es perecedero. Los espíritus
son de Dios; los cuerpos son del Maligno.
El Apocalipsis
describe la lucha entre San Miguel y Lucifer. La antigua serpiente arrastró
consigo la tercera parte de las estrellas, es decir, de ángeles, y los apresó
en la Tierra.
El alma, creada
por Dios, se encuentra apresada en la Tierra hasta que haya comprendido la vanidad
de esta vida y desee retornar al Espíritu, recuperar su esencia divina. La
envoltura corporal impide la salida del alma y reprime sus auténticos deseos
de dejar la Tierra para pasar a un mundo más feliz. Las almas tienen que
desmaterializarse hasta que se abra ante ellas la puerta de su verdadera
patria.
La Tierra es el
Infierno.
Si se contempla
este mundo, son evidentes su imperfección, su miseria y su caducidad. La
materia de la que está hecho es perecedera y es la causa de innumerables males
y sufrimientos. La materia contiene en sí el principio de la muerte.
Todo lo visible
material ha sido creado por Lucifer. Son suyas todas las cosas terrestres, él
las gobierna e intenta conservarlas bajo su dominio.
Las almas
proceden de la sustancia de la divinidad.
¿Qué es la vida
terrenal? ¡Nada! Hay que pensar en la eternidad y afrontar con alegría la
muerte.
La muerte no es
sino el desprenderse de un vestido sucio, despojarse de él; hacer como la
mariposa, que abandona la crisálida.
Ya los griegos llamaban
al alma Psiche, es decir: mariposa.
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