Hay una
antinomia fundamental entre el Bien y el Mal.
Cuando el
Tentador dice a Cristo: «Todo esto te daré si te prosternas y me adoras»,
¿cómo habría podido ofrecérselo si no le hubiera pertenecido? Y ¿cómo
podría pertenecerle si no fuera su creador?
Cuando Cristo
habla de las plantas que su Padre celestial no ha plantado, ello ha de
significar que han sido plantadas por otro.
Cuando Juan el
evangelista habla de los «hijos de Dios que no han nacido de la carne ni de la
voluntad de la sangre», ¿de quién son, en cambio, los hombres nacidos de la
carne y de la sangre? ¿De quién son hijos sino de otro creador, sino del
Diablo, que, según palabras del propio Cristo, es «su padre»?:
«Vuestro padre
es el diablo. Éste fue asesino desde el principio, y no se mantuvo en la
verdad, porque no hay verdad en él; es mentiroso y padre de la mentira. El que
es de Dios, escucha las palabras de Dios; vosotros no las escucháis, porque no
sois de Dios» (Juan VIII, 44-47).
Todos los
pasajes del Nuevo Testamento donde se habla del demonio, de la lucha entre la
carne y el espíritu, del hombre viejo del que hay que despojarse, del mundo
sumido en el pecado y en las tinieblas, manifiestan la antítesis que existe
entre Dios, cuyo reino no es de este mundo, y el príncipe de este mundo.
El Reino de Dios
es el mundo invisible, absolutamente bueno y perfecto, el mundo de la luz: la
ciudad eterna. Un lugar donde «no hay ni hombre ni mujer, pues todos son uno en
Cristo Jesús».
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