La más famosa descripción del Empíreo es la ofrecida por Dante en la La Divina Comedia, tras atravesar los nueve cielos del Paraíso.
El Empíreo es el más alto lugar. Es el sitio de la presencia de Dios, donde residen los ángeles y las almas acogidas en el Paraíso.
Según el modelo de Ptolomeo, la Tierra se encontraba en el centro del universo, rodeada por ocho esferas celestes (los cielos): en las primeras siete había un planeta (Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter, Saturno) y en la octava se encontraban las estrellas.
Los teólogos medievales, inspirándose en la doctrina de Aristóteles, incorporaron un noveno cielo, el Primer Móvil, que no estaba contenido por ningún otro y que originaba y alimentaba el movimiento de los otros ocho.
El Empíreo se encuentra más allá, sobre los nueve cielos.
No está limitado espacialmente ni constituido por materia, como sí lo estaban las otras regiones.
Es un sitio espiritual, fuera del tiempo y del espacio.
Mientras los nueve cielos están en continuo movimiento, el Empíreo se encuentra eternamente inmóvil.
Desde el último cielo, Dante levanta la mirada y ve un punto muy luminoso rodeado por nueve órbitas centelleantes, nueve círculos de fuego:
“Allí vi un punto que irradiaba luz
tan recia que los ojos que la enfocan
deben cerrarse por el fuerte brillo”
(Canto XXVIII, 16-18).
Beatriz le explica que la luz es Dios y los círculos ígneos son los nueve coros angelicales, los nueve órdenes de ángeles.
Beatriz describe el Empíreo en los siguientes términos:
Con ademán y voz de guía experto
«Hemos salido ya - me dijo ella -
del mayor cuerpo al cielo que es luz pura:
luz intelectual, plena de amor;
amor del cierto bien, lleno de dicha;
dicha que es más que todas las dulzuras.
Aquí verás a una y otra milicia
del paraíso, y una de igual modo
que en el juicio final habrás de verla.»
(Canto XXX, 37-45)
Dante y Beatriz han llegado al extremo del mundo.
Desde el Primer Móvil, ascienden a una región que está más allá de la existencia física: el Empíreo, que es la morada de Dios, la Ciudad de Dios.
Beatriz, que representa la teología, se hace en este lugar más bella que nunca, y Dante se ve envuelto por la luz:
“Como un súbito rayo que nos ciega
los visibles espíritus, e impide
que vea el ojo aun cosas muy brillantes,
así me circundó una luz viva,
y dejóme cegado con tal velo
su fulgor, que nada pude ver.
«El amor que este cielo tiene inmóvil
siempre recibe en él de igual manera,
por preparar a sus llamas la vela».”
(Canto XXX, 46-54).
El Empíreo es la auténtica morada de las almas, más allá de las esferas astronómicas, más allá de los planetas y las estrellas.
Los espíritus que han ido apareciendo en los sucesivos cielos lo han hecho para ir mostrando a Dante gradualmente el camino de la gloria, el proceso de ascenso y de desasimiento del mundo físico.
Pero todas las almas que ha conocido Dante en el Paraíso, incluyendo a Beatriz, tienen su morada en la rosa mística. A su alrededor hay ángeles.
Beatriz ocupa su lugar entre los bienaventurados, y la sustituye como guía San Bernardo de Claraval, que va a ser el maestro de Dante en esta última parte del viaje.
Beatriz ruega por Dante en el momento de la invocación del santo a María.
Cuando Beatriz pasa a ocupar su lugar en la rosa, Dante ya se encuentra más allá de la teología y a su vez puede contemplar directamente a Dios, y San Bernardo, en cuanto místico contemplativo, será su guía en esta última etapa.
El santo ayuda a Dante para que pueda sostener la visión de Dios.
Así, finalmente Dante puede ver la Luz, contemplar a Dios y fundirse con la divinidad y comprender así los misterios, encontrar las respuestas a los interrogantes, ser iluminado.
Dante entra en contacto directo con Dios:
“Mas por mi vista que se enriquecía
cuando miraba su sola apariencia,
cambiando yo, ante mí se transformaba.
En la profunda y clara subsistencia
de la alta luz tres círculos veía
de una misma medida y tres colores;
Y reflejo del uno el otro era,
como el iris del iris, y otro un fuego
que de éste y de ése igualmente viniera.
¡Cuán corto es el hablar, y cuán mezquino
a mi concepto! y éste a lo que vi,
lo es tanto que no basta el decir «poco».
¡Oh luz eterna que sola en ti existes,
sola te entiendes, y por ti entendida
y entendiente, te amas y recreas!”
(Canto XXXII, 112-126).
La Divina Comedia termina con el poeta tratando de entender cómo los círculos logran encajar, y cómo la humanidad de Cristo se refiere a la divinidad del Sol.
No obstante, como Dante señala, para continuar “no bastan las propias alas”.
Tras un rayo de comprensión, que el poeta no puede explicar, Dante entiende, y su alma se integra en total armonía con el amor divino:
“Faltan fuerzas a la alta fantasía;
mas ya mi voluntad y mi deseo
giraban como ruedas que impulsaba
Aquel que mueve el sol y las estrellas.”
(Canto XXXIII, 142-145).
A Dante le fallaron las fuerzas para explicar la visión directa de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario