Para
comunicarse con Dios, no son necesarias las fórmulas ni las palabras.
Si
estamos receptivos, si prestamos atención, si nos mantenemos alertas a las
señales, Dios se pondrá en contacto con nosotros.
Dios
encuentra el modo de filtrarse a través de la materia y alcanzar el espíritu
del hombre. Pero, con frecuencia, estamos demasiado ocupados en asuntos banales
para darnos cuenta. Problemas con los compañeros de oficina, problemas con el
banco, problemas con la familia, problemas con la comunidad de vecinos,
problemas con los electrodomésticos…
En
el cúmulo de perturbaciones diarias, no queda espacio para la calma necesaria
para la comunicación con Dios.
La
comunicación con Dios se realiza en el silencio y la soledad. Se filtra como un
aliento leve, como un escalofrío, como un fogonazo. No puede describirse. Pero
nos transforma. Nos hace comprender. Nos da un conocimiento que no está en
ningún libro.
Es
sólo un instante. Pero luego esa Luz se queda contigo. Sabes que la has visto.
Las angustias de este mundo continuarán acosándonos, pero sabremos ya que hay
algo más, que todo lo que nos pase aquí carece de importancia.
Seguirá
costándonos avanzar, mantenernos firmes. Llegaremos a dudar de que una vez
vimos esa Luz. Deberemos, entonces, esforzarnos por recordar cómo fue ese
momento, recordar lo que vimos, lo que supimos entonces. No debemos dejar que
las perturbaciones del mundo cieguen la vía abierta por Dios para hablar con
nosotros.
Las miserias de este mundo no son nada. No son nada, y sin embargo
pueden destruirnos. Cuando llega la angustia, hay que esforzarse por recuperar
aquel instante de Luz, con la seguridad de que es lo único importante.
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