Las
personas que nos rodean pueden ser un apoyo o un obstáculo.
La
relación social no siempre favorece la vida del espíritu.
Ayudar
a los que necesitan nuestra ayuda no debe significar disgregarnos, perder
nuestro propio camino.
Si
escuchamos todas las voces que suenan a nuestro alrededor, acabaremos por no
escuchar la voz interior.
Acabaremos
por no escuchar la voz de Dios.
Para
escuchar a Dios hace falta soledad.
Si
nos sentimos obligados hacia todos los que nos rodean, podemos acabar
perdiéndonos.
Con
frecuencia, la relación social es fuente de desasosiego. Hay relaciones
tóxicas, que nos desestabilizan. Hay relaciones que nos causan dolor. Entonces,
es preferible alejarnos. Ayudar a quien necesite nuestra ayuda, y continuar
nuestro camino. Prestar ayuda a los demás siempre que podamos, pero luego
continuar nuestro camino.
En
ocasiones, las relaciones humanas se convierten en un peso que nos impide
avanzar. Hay que intentar ir reduciendo los lazos que nos atan a este mundo.
Cuanto más leve sea el peso, con más facilidad se elevará nuestro espíritu
hacia lo alto.
Si
hacemos propio cada problema, cada reclamo de las personas con las que nos
relacionamos, no podremos avanzar en el proceso de desasimiento que nos lleva a
entender la muerte como lo que es: un tránsito a la auténtica vida, una
liberación.
Deberíamos
tener presente todo el tiempo que la muerte es eso. Tanto la nuestra como la de
los demás. La muerte no es sino desprenderse del lastre material, recuperar la
libertad del espíritu, regresar al lugar al que pertenecemos.
No
deberíamos llorar a los muertos. Se han liberado. Van a un sitio mejor. No hay
motivo para el llanto, como no sean motivos egoístas.
Si
nos acostumbráramos a convivir con la muerte, todo sería más fácil. La muerte
es nuestra compañera de viaje desde que nacemos. Nos empeñamos en no mirarla,
pero ella va con nosotros todo el tiempo, y su rostro no es el que nos han
pintado en tanta imagen macabra. Su rostro, por el contrario, es amistoso. Nos
espera para conducirnos a nuestro lugar de procedencia, para conducirnos a la
Luz. A la casa del Padre, en la que el sufrimiento de este mundo se habrá
terminado para siempre.
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