martes, 22 de octubre de 2013

La Música




El silencio de los claustros tiene una profundidad distinta a la de otros silencios. En el silencio de los claustros se escucha algo. Se escucha el rumor de una piedra que ya no es sólo piedra. Una piedra que fue trabajada por la mano del hombre para dotarla de significado, una piedra por la que después, durante siglos, las siluetas de los monjes han paseado rezando y meditando. Una piedra en la que se ha filtrado el eco de los cánticos litúrgicos.

En el profundo silencio de los claustros se escucha el eco de las oraciones y de los cantos.
El eco de las voces de los monjes que rezan cantando.


En pocos sitios como en esos claustros solitarios, de piedra desgastada, puede el hombre escuchar la voz de Dios.

Hay que pasar en ellos el tiempo suficiente como para empezar a distinguir, en ese silencio profundo, el eco de los cánticos. Y después, en el canto, otra voz, que no es exactamente un sonido ni un silencio, que es como un aleteo, como un temblor, algo que no se puede describir pero que se reconoce cuando se oye.

La voz de Dios, que estremece y transfigura al que la escucha.


En las palabras salmodiadas por los coros; en la vibración de los tubos de los órganos; en la emoción de las cantatas… Más allá del sonido y el silencio, cuando se atiende el tiempo suficiente, puede empezar a escucharse otra cosa, que no es ni sonido ni silencio. La voz de Dios, que, a través de esa música compuesta para hablar con Él, consigue entablar comunicación con el hombre.


A través de esa música, la voz de Dios penetra en el corazón del ser humano como la lluvia que empapa la tierra.

Es una voz que se expresa sin ruido, como un estremecimiento que alcanza lo más íntimo. Sin ruidos, revela misterios, manifiesta lo oculto, ilumina.

En esos claustros resuena interminablemente la voz de Dios, filtrada en la piedra gastada.


Cada vez que se destruye uno de esos claustros, cada vez que uno de esos claustros es demolido o transformado en otra cosa, en algo para lo que no fueron construidos, cerramos un canal de comunicación con Dios.


No parece que a nadie le preocupe. Pero no hay lugares equivalentes a ésos, lugares en los que el silencio sea tan profundo que pueda escucharse a Dios. No hay música como la que durante siglos sonó entre esas piedras, en las capillas aledañas, en los coros cercanos. Músicas compuestas para hablar con Dios, músicas interpretadas para que Dios escuche al hombre, para que Dios responda.

Dios respondió, y su respuesta sigue resonando, sin sonido, en esos claustros solitarios. Pero el hombre moderno va demasiado deprisa, hace demasiado ruido. Para entender la música sagrada hace falta escuchar mucho tiempo. Aprender a escuchar no sólo la melodía sino también el silencio. Aprender a escuchar las piedras y las sombras.


En esas piedras desgastadas habita la voz de Dios. Son un vehículo para entrar en contacto con la divinidad. Ya nadie sabe interpretar las figuras de sus capiteles. Ya nadie se para el tiempo suficiente como para que el silencio adquiera significado. Convertidos en hoteles o en salas de exposiciones, esos claustros, en el silencio profundo de cuyas piedras se había filtrado la voz de Dios, van enmudeciendo para siempre…

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