El
silencio de los claustros tiene una profundidad distinta a la de otros
silencios. En el silencio de los claustros se escucha algo. Se escucha el rumor
de una piedra que ya no es sólo piedra. Una piedra que fue trabajada por la
mano del hombre para dotarla de significado, una piedra por la que después,
durante siglos, las siluetas de los monjes han paseado rezando y meditando. Una
piedra en la que se ha filtrado el eco de los cánticos litúrgicos.
En
el profundo silencio de los claustros se escucha el eco de las oraciones y de
los cantos.
El
eco de las voces de los monjes que rezan cantando.
En
pocos sitios como en esos claustros solitarios, de piedra desgastada, puede el
hombre escuchar la voz de Dios.
Hay
que pasar en ellos el tiempo suficiente como para empezar a distinguir, en ese
silencio profundo, el eco de los cánticos. Y después, en el canto, otra voz,
que no es exactamente un sonido ni un silencio, que es como un aleteo, como un
temblor, algo que no se puede describir pero que se reconoce cuando se oye.
La
voz de Dios, que estremece y transfigura al que la escucha.
En
las palabras salmodiadas por los coros; en la vibración de los tubos de los
órganos; en la emoción de las cantatas… Más allá del sonido y el silencio,
cuando se atiende el tiempo suficiente, puede empezar a escucharse otra cosa,
que no es ni sonido ni silencio. La voz de Dios, que, a través de esa música
compuesta para hablar con Él, consigue entablar comunicación con el hombre.
A
través de esa música, la voz de Dios penetra en el corazón del ser humano como
la lluvia que empapa la tierra.
Es
una voz que se expresa sin ruido, como un estremecimiento que alcanza lo más
íntimo. Sin ruidos, revela misterios, manifiesta lo oculto, ilumina.
En
esos claustros resuena interminablemente la voz de Dios, filtrada en la piedra
gastada.
Cada
vez que se destruye uno de esos claustros, cada vez que uno de esos claustros
es demolido o transformado en otra cosa, en algo para lo que no fueron
construidos, cerramos un canal de comunicación con Dios.
No
parece que a nadie le preocupe. Pero no hay lugares equivalentes a ésos,
lugares en los que el silencio sea tan profundo que pueda escucharse a Dios. No
hay música como la que durante siglos sonó entre esas piedras, en las capillas
aledañas, en los coros cercanos. Músicas compuestas para hablar con Dios,
músicas interpretadas para que Dios escuche al hombre, para que Dios responda.
Dios
respondió, y su respuesta sigue resonando, sin sonido, en esos claustros
solitarios. Pero el hombre moderno va demasiado deprisa, hace demasiado ruido.
Para entender la música sagrada hace falta escuchar mucho tiempo. Aprender a
escuchar no sólo la melodía sino también el silencio. Aprender a escuchar las
piedras y las sombras.
En
esas piedras desgastadas habita la voz de Dios. Son un vehículo para entrar en
contacto con la divinidad. Ya nadie sabe interpretar las figuras de sus
capiteles. Ya nadie se para el tiempo suficiente como para que el silencio
adquiera significado. Convertidos en hoteles o en salas de exposiciones, esos
claustros, en el silencio profundo de cuyas piedras se había filtrado la voz de
Dios, van enmudeciendo para siempre…
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