Para los cátaros
el matrimonio era un simple acto de vida social, que nada tenía de sagrado.
Al final del
combate entre el arcángel San Miguel y las legiones del Mal, el dragón hizo
caer a este mundo, con un golpe de su cola, a un tercio de las Estrellas del
Cielo.
Esas estrellas
eran las almas divinas de las criaturas celestiales.
Criaturas que,
presas en la Tierra, aspiran a recuperar, en el Reino, la integridad de su ser
divino.
El Espíritu
Santo representaba, para los cátaros, tanto el ser actuante del Padre como la
suma de los Espíritus que habían permanecido en el Reino con los cuerpos de Luz
a los que el Mal ha arrebatado sus Almas.
En el
consolament, sacramento cátaro, el Espíritu Santo que descendía sobre el alma
encarnada era, también, su propio espíritu santo que se unía de nuevo a
ella, en un matrimonio místico que reconstruía la criatura celestial.
Si esa unión ya
no era vuelta a deshacer por el pecado, a la muerte de la prisión carnal la
pareja alma-espíritu emprendía el vuelo en busca de su túnica de luz junto
al Padre.
Ése era el único
“matrimonio” que el catarismo consideraba indisoluble y sacro.
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