Los cátaros
rechazaron el culto a la cruz, por considerarla un simple instrumento de
tortura utilizado por el Mal, un objeto que debía inspirar repulsa y no
veneración.
Rechazaban
también el carácter sacrificial de la misa:
Puesto que
Cristo sólo tuvo apariencia humana, y no cuerpo, ni carne ni sangre física y
material, carecía de sentido el proceso de transubstanciación que
supuestamente se producía en la eucaristía, en el acto de consagración que
celebraba el sacerdote en el altar.
Interpretaban de
manera simbólica las palabras pronunciadas por Cristo en la Última Cena.
Jesús tomó el
pan, dio gracias, lo partió y dijo: “Tomad y comed, éste es mi cuerpo”.
Asimismo tomó la copa y dijo: “Esta copa es la nueva alianza de mi sangre”.
El significado
de esas palabras era que el pan de ese cuerpo que debía distribuirse, el vino
de esa sangre que debía verterse, eran simplemente el Mensaje del Evangelio,
que debía difundirse entre todos los hombres.
“Haced esto en
memoria mía”, dijo Cristo en la Última Cena. Y así, en cada comida, el más
anciano de los Buenos Hombres o de las Buenas Mujeres presentes bendecía el
pan y lo repartía a todos los comensales, como el Pan de la Santa Oración, en
un gesto ritual y litúrgico sin valor sacramental.
El anciano, de
pie ante la mesa, envolvía el pan en una servilleta blanca, inclinaba la cabeza
para murmurar una plegaria y pronunciar un “Deo gratias”, partía el pan en
tantos pedazos como comensales y lo distribuía, con un “benedicite” para cada
uno. El rito se celebraba en torno a una mesa, no en un altar.
Pierre Maury,
joven pastor de Montaillou que viajó con el Buen Hombre Jacques Authié, contó
al inquisidor que ambos se habían detenido para comer y que Jacques había
bendecido el pan y le había dado un trozo, explicándole que Jesús había hecho
lo mismo y que ello no significaba que el pan se convirtiera en el cuerpo de
Dios.
El Padrenuestro
de los cátaros pedía a Dios el “pan suprasustancial”, el pan espiritual, en vez
del “pan de cada día”, el pan material: Pedían al Padre que los alimentara con
su Palabra.
La salvación
del alma no radicaba en un pedacito de pan sino en la Gracia del Espíritu
Santo y en la observancia de los preceptos evangélicos.
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