La visión del Grial fulmina, ciega. Produce el
éxtasis y la muerte.
Es la visión de lo sagrado; de lo inefable; de la
divinidad.
También Dante, al contemplar el Empíreo, pierde la
vista, aunque después la recobre.
La fuerza del Grial destruye a todos los que
intentan asirlo sin tener la cualificación adecuada.
El exceso que el poder trascendente constituye
para un ser no preparado, hace actuar como fuerza destructora a una fuerza de
vida.
Según la “Continuación” del “Conte” de Chrétien
por Gerbert de Montreuil, Mordrain
construye un altar para el Grial, pero un ángel con una espada flamígera le
impide el acceso a la copa. El ángel, como castigo por su intento, le anuncia
que no podrá morir y que sus heridas permanecerán abiertas hasta la llegada del
caballero que «hará la pregunta».
La Queste
du Graal cuenta que Mordrain se quedó ciego al contemplar lo que ninguna
lengua puede expresar: su tentativa de ver el Grial desencadenó un viento
sobrenatural que le privó de la vista, y en ese estado fue condenado a
permanecer hasta que llegase el héroe que comprendiera el misterio del Grial y
lo sanara.
Wolfram dice que,
para los culpables, el Grial se hace tan pesado que no podrían sostenerlo ni
siquiera todos juntos.
En la Morte
D’Arthur se cuenta que, al observar «una gran claridad, como si todas las
antorchas del mundo se reuniesen en aquella sala», debida al Grial, Lanzarote
se acerca. Una voz le aconseja no entrar, le dice que huya o tendrá que
arrepentirse. Él no obedece y entra. Una llamarada le golpea el rostro.
Lanzarote cae al suelo y ya no puede levantarse. Sus compañeros lo creen
muerto, pero un viejo les dice: «En nombre de Dios, ése no está muerto, sino
más lleno de vida que el más poderoso de todos vosotros».
Lanzarote permanece en ese estado de muerte
aparente durante veinticuatro días, y las primeras palabras que luego pronuncia
son: «¿Por qué me habéis despertado? Estaba mucho mejor que ahora».
Ha pasado por un estado iniciático, un estado en
el que la participación en el poder del Grial resulta posible por una
suspensión de la conciencia y de la limitación que ella comporta mientras no se
haya accedido a un estado superior del ser.
Ese trance evita el efecto destructor y
trastornador que provoca la experiencia del «contacto».
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