El Señor ha dicho por boca de Isaías: "Yo soy
el Señor y no hay ningún otro. Soy yo quien forma la luz y quien forma las
tinieblas" (Isa., XLV, 6-7).
Hay que entender esta autoridad como que
significa: No hay otro Señor sino yo que forme la luz: es decir: que forme a
Cristo quien es la verdadera luz "que ilumina a todo hombre que viene a
este mundo", como lo dice San Juan en el Evangelio (Jn., I, 9), y que
"forme" las tinieblas: es decir: que, al iluminar este mundo, separe
la luz de la tiniebla, como se ha dicho en el Evangelio: "Este pueblo que
moraba en las tinieblas ha visto una gran luz" (Mt., IV, 16; Isa. IX, 2);
y en la Epístola a los Efesios: "Pues no erais antes sino tinieblas, pero
ahora sois luz en nuestro Señor: portaos como hijos de la luz" (Ef., V,
8).
He aquí en qué sentido se ha dicho en las
Escrituras que el Señor ha creado las tinieblas y el mal.
Pero, si no existiese un Mal del que no es Dios la
causa esencial y directa, sería Él, este verdadero Dios, la causa profunda y el
principio de todo mal. Lo que es absurdo pensarlo del verdadero Dios.
Es absolutamente imposible creer que el Señor
verdadero Dios haya creado las tinieblas y el mal a partir de la nada, como
nuestros adversarios creen, aun cuando Juan les hubo afirmado en la primera
epístola: "Que Dios es la luz misma y que no hay en Él nada de
tinieblas" (2 Jn, I, 5), y que en consecuencia, las tinieblas no existen
en modo alguno por Él.
Por lo tanto las tinieblas deben ser exceptuadas
del término universal que emplea el apóstol en la epístola a los romanos:
"Ya que todo es de Él, todo es por Él, y todo es en Él" (Ro., XI,
36).
Es por lo que Cristo puede decir de sí mismo:
"Yo soy la luz del mundo. Aquél que me sigue no camina, de ningún modo, en
las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn., VIII, 12).
Ya que las tinieblas no han sido de ninguna manera
creadas por nuestro Señor el verdadero Dios y su Hijo Jesucristo, sino que eran
una realidad preexistente.
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