Un campesino encontró un huevo de águila en lo alto de la montaña. Lo recogió, lo llevó a su granja y lo puso junto a los huevos que iban a ser empollados por una de sus gallinas.
Cuando el tiempo llegó, los pollitos salieron del cascarón, y el aguilucho también.
El aguilucho se crió con los polluelos del gallinero.
Aprendió a cloquear, a escarbar la tierra, a buscar lombrices y a subir a las ramas más bajas de los árboles, exactamente como toda gallina. Su vida transcurrió con la convicción de que era una gallina.
Un día, ya vieja, el águila estaba mirando hacia arriba y tuvo una visión magnífica. Un ave majestuosa volaba en el cielo abierto como si no necesitase hacer el más mínimo esfuerzo.
Impresionada, se volvió hacia la gallina más próxima y le preguntó:
¿Qué pájaro es aquél?
La gallina miró hacia arriba y respondió:
¡Ah, es el águila, la reina de los cielos! Pero no pienses en ella: tú y yo somos de aquí abajo. No podemos volar.
El águila no miró hacia arriba nunca más y murió creyendo que era una gallina, pues así había sido tratada siempre.
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