Dicen que el cuerpo es “un templo sagrado”. No es
verdad. El cuerpo no es nada. El cuidado del cuerpo sólo tiene sentido en tanto
que soporte del espíritu. ¿Qué otro sentido podría tener tanto esfuerzo por
mantener algo cuyo destino último e inevitable es la muerte y la corrupción?
Este cuerpo lleno de imperfecciones, abocado al
dolor y la enfermedad, no es creación de Dios. Conservarlo sano nos puede
permitir una mayor atención al desarrollo del espíritu. Pero cuando esa salud
corporal se convierte en fin, en objetivo fundamental de nuestras vidas, nos
estamos equivocando. En la hora de la muerte, lo único que importará será en
qué estado tengamos el espíritu, lo único que importará será estar preparados
para marchar.
Y, sin embargo, nadie piensa en ello. Si pudiéramos
ver nuestras almas igual que vemos nuestro rostro, quizás tendríamos motivos
para preocuparnos. Espíritus fláccidos, depauperados, sin brillo, espíritus sin
alimentar ni ejercitar.
Pero, antes o después, nos encontraremos frente a
frente con nuestro verdadero ser, y entonces de poco nos valdrán los años de
culto al cuerpo en los que ni siquiera nos acordamos de que había otra cosa.
Ni siquiera la Iglesia, aunque hable de la
resurrección de la carne, cree en ello, puesto que intenta explicarlo diciendo
que se tratará de “cuerpos de gloria”, o sea, algo que no se sabe lo que es,
pero que no es carne.
Es difícil de entender el empeño en defender que
resucitará algo muerto, corrompido y aventado. Jesús no era un ser de carne
corruptible y su “resurrección” no fue sino el abandono de esa apariencia
física.
Hay quien puede considerar fantasiosa la
explicación de la presencia corporal de Jesucristo como mera apariencia. Pero
precisamente en la actualidad, cuando empieza a ser crecientemente factible la
alteración de lo visible, cuando hablamos ya con naturalidad de realidades
virtuales y de hologramas, cuando estamos abiertos a nuevas dimensiones,
precisamente en la actualidad deberíamos ser capaces de concebir que las cosas
pudieron ser de otra manera, que la explicación de la realidad visible de Jesús
no tiene por qué limitarse a la de la carne mortal.
De hecho, lo que hoy sí parece inadmisible es la
explicación de un Dios sangriento que recibe sacrificios humanos como expiación
de supuestas culpas heredadas de padres a hijos indefinidamente.
Quizás ha llegado el momento de dar a las antiguas
historias lecturas nuevas que les den un significado aceptable. De otro modo,
esas historias se irán quedando vacías de sentido.Quizás en nuestros días estamos en condiciones de entender cosas que el
ser humano del siglo I no podía comprender. ¿Por qué rechazar nuevas
interpretaciones, que podrían abrir los viejos textos a las nuevas
generaciones?
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