Hay cierta tendencia a confundir la religión con un
compendio de conceptos humanitaristas. Las llamadas “obras de misericordia” del
catecismo: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento...
Está bien. Nadie puede decir que eso esté mal. Sólo
que eso no ES la religión. Eso puede ser consecuencia de la religión, pero
centrar el foco en la ayuda al prójimo es olvidar la parte esencial de la
religión: la relación con la divinidad.
El humanitarismo puede ser tanto religioso como
ateo. La filantropía puede ser incluso sustituto de la religión, convirtiendo
la idea de Humanidad en un sucedáneo de Dios.
La conocida como “teología de la liberación” hizo
algo parecido: insistió tanto en lo humano que se olvidó de lo divino,
confundió la religión con la política, convirtió a los sacerdotes en
trabajadores sociales.
Hay que recuperar la trascendencia. Hay que
devolver a la religión su sentido último: el contacto con Dios.
No sólo con Dios a través del prójimo, sino también
con Dios directamente.
Hoy se tiende a menospreciar la “vida
contemplativa”. Se ha hecho tanto hincapié en que lo importante es el hombre
que se ha olvidado que lo verdaderamente importante es Dios.
Para frenar la progresiva pérdida de fieles, muchos
sacerdotes han creído que debían transformarse en activistas políticosociales y
convertir sus Iglesias en organizaciones no gubernamentales.
Entre las viejas Iglesias anquilosadas en sus
vacuos dogmatismos y las nuevas Iglesias politizadas, la relación con Dios se
va diluyendo. Unas nos hablan de obligaciones carentes de sentido y de viejas
argumentaciones arbitrarias; otras apelan a una renovación en la que
desaparezca todo lo antiguo, sea o no válido. Entre unos y otros, Dios ha
desaparecido. Unos consideran que la Iglesia es el dogma y otros que la Iglesia
es el hombre. Pero ni unos ni otros hablan de Dios.
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