¿Cómo hablar de Dios? ¿Cómo hablar de lo que no
puede verse, de lo que no puede aprehenderse...?
Así que muchos sacerdotes han optado por dejarlo al
margen y hablar del prójimo.
Pero del prójimo también hablan los ateos. De la
labor social, de la atención a los necesitados, hablan también los que piensan
que la única realidad es la terrena.
Afirman que lo que diferencia a unos y otros es que
los creyentes ayudan al prójimo por amor a Dios.
Es posible. Pero ¿qué es, quién es ese Dios al que
aman?
Mientras que los unos dicen ayudar al prójimo por
amor a Dios, los otros lo hacen por amor a la Humanidad, humanidad que así se
convierte en una especie de pseudodios al que ofrecer nuestros esfuerzos y en
el que poner nuestras esperanzas.
En realidad, hay poca diferencia. La divinidad se
va difuminando hasta diluirse en un magma de conceptos amables.
Lo que debería traspasarnos, deslumbrarnos,
estremecernos, en cambio es sólo una vaga idea carente de entidad propia, con
la que hacer más llevaderas las penalidades.
Es difícil “imaginar” a Dios. Pero, peor que no
poder imaginarlo, es tratar de explicarlo a base de ideas tibias y gastadas o a
base de fórmulas carentes de emoción.
El único modo de entrever a Dios es sentirlo en
nuestro interior. Sentir la luz que extasía, la belleza que conmueve, el amor
que abrasa. Sentir, aunque sea de un modo fugaz -sólo un leve atisbo-, la
otra realidad.
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