Dios decidió
revelarse a los hombres para indicarles el camino de regreso al cielo.
Para ello, hizo
descender a la tierra a su criatura más perfecta, a Jesús, que tomó apariencia
humana.
Jesús vino al
mundo para enseñar a los hombres cómo retornar al cielo, al reino eterno de la
luz.
“Mientras
tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz. [...] Yo, la
luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las
tinieblas” (Juan XII, 36, 46).
Jesús no se hizo
hombre, no se hizo criatura de Lucifer, sino tan sólo semejante a un hombre.
“Vosotros sois
de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este
mundo” (Juan, VIII, 23).
En el Tabor se
transfiguró y mostró a sus discípulos la verdadera sustancia de su “cuerpo”.
Bajó a la tierra
con apariencia de hombre, y la abandonó tan puro como había entrado en ella,
sin haber tomado nada de su materia.
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