La teología
cátara concedía a la mujer consagrada, la Buena Mujer, una plenitud en las
funciones espirituales. La Iglesia cátara concedía en su seno a las mujeres
una igualdad de principio. Tan es así que fue definida como “esa escandalosa
Iglesia del Anticristo que mezcla a hombres y mujeres”. “Estos apóstoles de
Satán tienen entre ellos a mujeres, unas entre las elegidas, otras entre las
creyentes”.
En las
comunidades heréticas, hombres y mujeres vivían, de hecho, en
establecimientos distintos, y las parejas se separaban de común acuerdo al
tomar las órdenes cátaras. Pero las mujeres estuvieron presentes con igual
derecho que los hombres. Presentes y actuando “entre las elegidas”, es decir,
en las filas del clero cátaro. Capaces de conferir el sacramento que salva las
almas, cumplían una función sacerdotal.
«Este poder
puede pasar de mano en mano, de Buenos Hombres en Buenos Hombres y de Buenas
Mujeres en Buenas Mujeres. Pues hay Buenas Mujeres como hay Buenos Hombres, y
las Buenas Mujeres tienen ese poder y pueden recibir tanto a los hombres como a
las mujeres, y la gente que es recibida por Buenas Mujeres se salva como si lo
hubiera sido por Buenos Hombres» (Predicación de Guilhem Bélibaste).
El bautismo
espiritual por imposición de las manos de los Buenos Hombres y de las Buenas
Mujeres era un gesto sacramental único y esencial que desempeñaba el papel de
casi todos los sacramentos católicos; es decir, que su importancia superaba
con mucho la del simple bautismo del agua.
Las Buenas
Mujeres, como los Buenos Hombres, practicaban también el rito de la bendición
del Pan de la Santa Oración. Ostentaban pues, con todo derecho, el conjunto de
la función sacerdotal del cristianismo cátaro.
Tenían el poder
de consolar a los creyentes, tanto hombres como mujeres. Las mujeres
desempeñaban un papel eminente y activo en su clero.
Y fueron
numerosas y representativas las mujeres en el seno del clero cátaro. Hubo una
proporción del 45 % de mujeres entre los ministros herejes. Mujeres que
llevaban una intensa vida en la sociedad. Desempeñaban un papel efectivo en la
educación religiosa tanto de su clan como del vecindario. Enseñaban a los
novicios y realizaban recorridos pastorales por las casas de sus amigos y
conocidos, con el fin de predicar. Y sus creyentes fueron asimismo numerosas y
fervientes.
Su palabra
cercana, argumentada con las enseñanzas de las Escrituras que habían recibido
durante su noviciado, era capaz de presentar a un auditorio femenino una mejor
comprensión de sus problemas específicos y una imagen del cristianismo más
accesible y mejor adaptada que el lenguaje masculino y alejado del cura de la
parroquia.
Durante los años
de persecución, las creyentes tomaron el relevo hasta el final, entre angustias
y peligros; en la atmósfera de miedo y suspicacia generalizados, las mujeres,
mejor que sus hermanos, se mostraron fieles protectoras de los Buenos Hombres
acosados.
Desde el
principio hasta el final, su poder sacerdotal fue el mismo que el de sus
hermanos varones. La misma capacidad, en principio y en derecho, de conferir el
sacramento para ordenar y para salvar las almas.
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