¿Qué es la vida? Esfuerzo y
combate, enfermedad y muerte.
¿Qué es el mundo? Fuente de la
miseria, valle de los lamentos, campo de batalla de las pasiones.
¿Qué son las cosas? Materia
imperfecta, efímera y mudable, desde un principio inserta en la decadencia y
la corrupción.
Nada de lo que comprendemos con los
sentidos es duradero. En la Tierra sólo hay una certeza: la muerte.
Cuando se toma conciencia de ello,
todo lo terrestre pasa a ser nadería, se transforma en nimiedad.
Quizá en algún momento algo en nosotros se convierte en transmisor de la
Luz, como los metales transmiten el calor. En algún momento, si estamos
suficientemente alertas. En algún momento si, a fuerza de buscar, nuestros
sentidos interiores se han agudizado lo bastante. Nos transformamos entonces,
aunque sólo sea por un segundo, en un pararrayos que recoge el mensaje.
Transmutados entonces definitivamente, algunas cosas dejan de importar y se
empiezan a vislumbrar otras realidades, invisibles hasta ese instante. Son
visiones huidizas y trémulas, como escuchar tan sólo el eco remoto de una voz.
La muerte es piedad, refugio, paz.
El camino de pronto traza una curva y el paisaje que nos envolvía
desaparece.
Al morir, nos diluiremos en la Luz.
La Luz penetrará en nuestro interior, romperá las cadenas, deshará las
ataduras, fundirá los barrotes de la jaula.
La Luz se convertirá en puente y salvoconducto, se convertirá en pócima que
nos reintegrará al ámbito del que provenimos.
Nos reincorporaremos al núcleo radiante del que un día fuimos arrancados.
Abandonaremos esta tierra por la que caminamos como exiliados, exiliados de
un origen que ya sólo vagamente recordamos, pero cuyo brillo incandescente de
vez en cuando entrevemos.
Ése fue el hallazgo de Parzival: Comprender el sentido de la muerte.