De repente, todo
va mal.
Creemos que
estamos obrando adecuadamente y, en consecuencia, confiamos en que nuestra
actuación nos dé ciertos resultados satisfactorios, y, sin embargo, de repente
todo va mal.
La vida se
oscurece. Cuando creíamos estar en el buen camino, de pronto estamos perdidos.
La senda se desvanece. El horizonte se nubla.
Vuelven entonces
las dudas. Las seguridades tan costosamente alcanzadas se resquebrajan en un
instante. Nos desmoralizamos. Nos decimos a nosotros mismos que tal vez nos
hemos equivocado, que tal vez la lucha no valía la pena.
Pero esa duda
forma parte de la lucha.
Esa oscuridad
repentina que nos hace perder de vista la tenue claridad que creíamos haber
atisbado y que nos señalaba la dirección a seguir, esa oscuridad que de repente
nos devuelve al miedo, es el Mal combatiendo contra nosotros.
No hay que
rendirse entonces. Que hayamos perdido de vista la luz no significa que ésta no
exista. Sigue ahí, detrás de las nubes negras que el Mal está acumulando en
nuestro cielo.
No queda sino
apretar los dientes y seguir.
Cuando se
oscurece la vida, cuando el camino se borra, ¿qué motivo hay para no tirar la
toalla? ¿qué sentido tiene seguir aquí cuando todo a nuestro alrededor nos es hostil?
Quizás el único
motivo es no dejar que el Mal avance.
Sin embargo,
podemos llegar a pensar que ése no es nuestro problema. Pobres mortales
zarandeados por las inclemencias de la vida, ¿por qué habríamos de implicarnos
en la lucha? Ya sólo queremos descansar. Olvidar. Dormir...
Sólo que de eso
que se ha dado en llamar “sueño eterno” también despertamos.
Y cuando
despertemos allí, en el otro lado, sabremos que nuestro combate no ha sido en
vano. Que hemos ayudado al Bien a ganar la guerra, aunque hayamos perdido
muchas batallas.
«Para que triunfe el Mal, basta con que los
buenos no hagan nada».
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