La película inglesa del año 2008 God on trial (Juicio a Dios) se basa en una leyenda según la cual un grupo de prisioneros judíos del campo de concentración de Auschwitz llevó a cabo un juicio a Dios.
Un fabricante de guantes, un rabino, un médico, un profesor de leyes y un delincuente formulan preguntas universales sobre la vida:
¿Por qué hay tanto sufrimiento en el mundo y qué clase de Dios permite tanto horror?
En la deliberación anterior al veredicto, uno de los “jueces” alega a favor de no declarar culpable a Dios:
«Cuando llegaron aquí les quitaron sus propiedades; les quitaron sus nombres; les cortaron el pelo; se llevaron a sus hijos, esposas, madres…; incluso el relleno de sus dientes. Todo. Les quitaron lo que les hizo ser hombres. No dejen que les quiten a su Dios, también. No importa cuán necio e inútil pueda parecer, el pacto es suyo. Dios es su Dios. Aun cuando no exista. Manténganlo. Dejen algo que no puedan quitarles. Algo de nosotros».
Pero los jueces llegan a la conclusión de que Dios ha roto el pacto que hizo con Moisés de proteger al pueblo judío:
«Él sigue siendo Dios, pero no nuestro Dios. Se ha convertido en nuestro enemigo. Esto es lo que ha sucedido. Ha hecho un nuevo pacto con otros».
Dios es declarado culpable.
Llega después para los jueces el momento de enfrentarse a la muerte, totalmente despojados, despojados de pertenencias, de afectos, de dignidad, de creencias.
Ante la muerte, los dos acusadores del proceso, ya huérfanos de Dios, se miran y se dicen:
«- ¿Y ahora qué? ¿Qué hacemos ahora? Ahora que Dios es culpable, ¿qué hacemos?
- Ahora… Ahora rezaremos».
La película se cierra con la pregunta de un visitante del campo de Auschwitz, años después:
«¿Sus plegarias fueron escuchadas?»
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