lunes, 23 de enero de 2012

La riqueza del Templo




María de Betania es la personificación del derroche.

Derrocha tiempo. En vez de trabajar, en vez de mostrarse atareada como su hermana, en vez de ocuparse de las labores pendientes, se sienta a escuchar a Jesús.

Su hermana se lo reprocha. Jesús la defiende.

Derrocha dinero. En vez de entregar sus ahorros a los pobres, los “malgasta” en perfume que derrama sobre el cabello y los pies de Jesús.

Judas se lo reprocha. Jesús la defiende.

Jesús defiende el derroche hecho en Él, por Él.


Porque ese derroche no es tal. Ese derroche es búsqueda de Dios.

El empeño de los últimos tiempos por desacralizarlo todo ha vaciado de sentido esas ofrendas. Nos hemos empeñado en desacralizar a Dios.

Si desacralizamos a Dios, sólo queda la visión material. Sin darnos cuenta, podemos estar dejando de hablar de Dios. Estaremos hablando de otra cosa. De cosas “útiles”; de cosas “prácticas”. Pero no de Dios.


Cuando María derramó un frasco entero del mejor perfume para ungir a Jesús, éste no le censuró el derroche. Al contrario. Frente a las voces que se levantaron para criticar el acto de María, argumentando que había mejores modos de aprovechar ese dinero, Jesús defendió el gasto supuestamente superfluo.

Del mismo modo, Jesucristo no consideró que el templo fuera lugar aprovechable para menesteres prácticos con los que subvenir a carencias materiales. Al contrario. Expulsó a los mercaderes. Exigió que el espacio sagrado no fuese profanado.

Jesucristo, acostumbrado a predicar al aire libre, afirmó sin embargo la importancia del templo.


Grandiosos templos; ricas pinturas de los mejores artistas; hermosas esculturas de mármol; mensajes labrados en piedra, en madera, en bronce...

¿Era inútil, innecesario, equivocado, todo ese despliegue? ¿Era un despilfarro?

No, no lo era; no lo es. Lo que se conserva en iglesias y catedrales, en conventos y monasterios, no puede medirse en dinero. Es otra cosa.

Considerar que un templo y las riquezas que contiene es algo evaluable con criterios crematísticos es no entender que el ser humano tiene otras necesidades además de las estrictamente físicas.

Entrar en esos templos en los que se ha “derrochado” esfuerzo y riquezas, y que siguen actuando como tales templos, nos pone en comunicación con algo que está más allá de una confesión religiosa concreta, más allá de un sacerdocio, más allá de un dogma.


Porque esos templos para erigir los cuales cualquier aportación parecía justificada, son algo más que una mera suma de obras artísticas de cuya venta se puede obtener un beneficio. Ese cálculo convierte a quien lo hace en uno de esos mercaderes contra los que se indignó Jesús.

La riqueza de los templos antiguos es el perfume con el que María unge los pies de Jesús.


El espacio del templo no es pura materia. Es, al contrario, materia trascendida. Y es el lugar en el que el hombre también puede trascender su propia materia y comunicarse con el Espíritu. El templo es una especie de máquina prodigiosa que puede transportar al hombre a otro ámbito, que puede propiciar la revelación, el contacto con la Divinidad.

Si se vendieran los templos y fueran destinados a otros usos, estaríamos destruyendo esas máquinas prodigiosas.

Si los templos se convierten en meros objetivos turísticos, provocaremos tales interferencias en la transmisión del mensaje que la comunicación se hará imposible. Desvirtuar los templos convirtiéndolos en simples espacios turísticos es destruir ámbitos de conexión con lo sagrado.

Los templos nos son necesarios a todos, para salvaguardar nuestra propia posibilidad de comunicarnos con lo Trascendente. Aunque no profesemos unas creencias determinadas. Los templos nos pertenecen a todos, no para destruirlos, sino para que sigan siendo esos vehículos mágicos capaces de transportarnos al plano de la trascendencia. Esos canales de conexión que facilitan la transmisión del mensaje del Espíritu.


Cuando se entra en un templo que ha dejado de servir como tal y que ha sido reconvertido por la Administración en algún otro tipo de local, no se puede sino tener un sentimiento de pérdida. El lugar ha perdido su fuerza, ha perdido su potencial transmisor, ha perdido su carga espiritual. Es sólo un edificio. Un edificio vacío, aunque se haya llenado de actividad mundana.


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