El Grial está en la parte más honda de nuestro interior.
En la parte de nuestro interior a la que nunca accedemos, atareados como estamos siempre por menudencias que nos parecen importantes.
¡Perdemos tanto tiempo, tantas energías, en cosas intrascendentes, en objetivos nimios, en problemas irrelevantes! La vida nos pone tantas trampas. Nos entretenemos en búsquedas falsas, nos distraen los cantos de numerosas sirenas, nos pasamos la vida tratando de desenredar nuestra ropa de la maleza en la que se nos engancha impidiéndonos continuar el camino.
Es difícil tomar la decisión de quitarnos la ropa y seguir andando. Es “nuestra” ropa. No queremos renunciar a ella. Y en cambio, ahí se nos queda la vida, enredada en las zarzas, fútilmente gastada.
Entre tanto, el Grial brilla en lo más hondo de nuestro interior, pero no lo vemos.
No lo vemos porque no miramos en la dirección adecuada. No lo vemos porque está muy lejos. Lejos, en nuestro interior, que, a veces, está más lejos que la Luna.
Hay que hacer un largo recorrido para llegar a nosotros mismos. Hay que pasar por un largo aprendizaje.
Llevamos una apacible vida al abrigo de nuestras costumbres y nuestras minúsculas seguridades, convencidos de que estamos haciendo lo correcto, de que internarse en terreno desconocido es peligroso.
Estamos seguros en nuestra casa, con nuestra familia y nuestro trabajo. Estamos obrando bien. Tenemos un suelo firme que pisar. Tenemos nuestro tiempo ocupado. Ocupado en pequeñas cosas triviales, a veces placenteras, a veces molestas, que no nos dejan pensar demasiado. Que no nos dejan mirar, ni demasiado hondo, ni demasiado lejos.
Cuesta mucho atreverse a seguir a esos extranjeros que de vez en cuando pasan por delante de nuetra casa.
¿Son caballeros o ángeles? Montan espléndidos caballos. Visten radiantes armaduras. Su visión nos atrae. Nos gustaría ir con ellos.
Pero nos dan miedo. ¿Quiénes son? ¿A dónde se dirigen? ¿Y si, al seguirlos, nos equivocamos, perdemos nuestra seguridad, nos extraviamos? ¿Y si nos conducen hacia el peligro?
Nos quedamos. Los vemos pasar y alejarse y volvemos a nuestras tareas cotidianas, a nuestras rutinas, nuestras diversiones, nuestros aburrimientos. Todo eso que no nos deja tiempo libre para pensar, para mirar en nuestro interior, para plantearnos la posibilidad de seguir a esos extranjeros.
Si un día nos atreviéramos, nos llevarían a un largo viaje. Un viaje arriesgado. Un viaje en el que quizás gastáramos todo lo ahorrado. Tendríamos que renunciar a todas las seguridades, caminar por el borde del precipicio, hacer frente a monstruos, acostumbrarnos a la soledad...
En ese viaje se arriesga mucho y se aprende mucho. Se atraviesan montañas y desiertos, lugares hermosos y lugares terribles. Es un viaje largo. Muchas veces dudaremos. ¿A dónde vamos? ¿Por qué no nos hemos quedado en casa?
Si no nos echamos atrás, si superamos las pruebas y vencemos a los monstruos, si llegamos al final, nos daremos cuenta de que hemos llegado al fondo de nosotros mismos, a ese lugar profundo en el que nunca nos atrevimos a mirar.
Y ahí, en lo más hondo, en ese fondo que antes estaba tan oscuro y que ahora se ilumina, ahí está el Grial.
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