Dios es la absoluta trascendencia, indefinible si Él no se revela, puro espíritu.
Antes de la aparición del mundo, este ser trascendente vive con su Pensamiento y su Silencio.
En un momento dado, de esa especie de unión de Dios consigo mismo, con su Pensamiento / Silencio, emana una proyección: el Hijo. En este proceso, el Silencio / Espíritu constituye una representación de la Deidad femenina (“Silencio” es femenino en griego; “Espíritu” es femenino en hebreo).
Y de la relación de esta suerte de trinidad se generarán otras entidades divinas o “eones”, cuyo conjunto constituye el “Pleroma” o “Plenitud”.
Estos “eones” son: Inteligencia, Presciencia, Incorruptibilidad, Eternidad, Verdad, Bien, Voluntad, Logos, Sabiduría…
Para algunos grupos gnósticos, como los setianos de Nag Hammadi, la existencia de este Pleroma no implica que las entidades divinas que lo componen tengan una realidad en sí mismas, sino que son meros modos o disposiciones de la divinidad, maneras de su proyección hacia el exterior de sí.
En otros sistemas gnósticos, los seres divinos desarrollados o generados por el Primer Principio son auténticas sustancias con entidad propia, pero integradas en la divinidad.
Uno de esos entes, Sofía-Sabiduría, comete una especie de error, un exceso de “pasión” en su deseo de conocimiento, lo que lo coloca fuera del Pleroma divino.
Del llanto de la Sabiduría brota entonces una suerte de sustancia informe: La materia primordial, ser degradado, que no es aún el universo, porque le falta la foma, pero de ella irán surgiendo, escalonadamente, el universo, el hombre y el mal, que es todo lo que la gnosis trata de explicar.
De la pena de la Sabiduría termina por surgir una entidad superior a la materia sin forma: el Demiurgo. Que es una especie de dios inferior.
A partir de la materia generada por Sabiduría, y tomando como modelo los reflejos de la divinidad (las ideas platónicas), este Demiurgo crea el universo. Manipula la materia y le imprime forma. Este dios inferior es, así, el Creador del Universo, Yahvé, el dios del Antiguo Testamento, a quien algunos equivocadamente han considerado el dios supremo.
Para unos grupos gnósticos, el Demiurgo es un ser malvado; para otros, es simplemente necio, pues desconoce la existencia del verdadero y trascendente Dios, superior a él.
Como culminación de su obra, el Demiurgo crea al hombre, criatura formada “a imagen y semejanza del Demiurgo” (que es a su vez una imagen degradada de Dios).
Sin embargo, el hombre resultó una creación fallida, ya que el Demiurgo y sus ángeles asistentes (creados también por el Demiurgo para que le ayuden a controlar su creación) no le dotaron del soplo vital completo: Le faltaba el espíritu.
Entre tanto, como la Sabiduría había quedado fuera del Pleroma y necesitaba ser rescatada, se inicia un proceso de salvación: El Pleroma envía a una de sus entidades a redimirla. Este eón se llama Salvador, y es el encargado de reintegrar a Sabiduría al Pleroma.
Sabiduría, ya redimida, se apiada del hombre, que es a fin de cuentas descendencia suya (y, a través de Ella, del Dios trascendente), y se propone dotar a esa “imagen de Dios” del elemento superior que le falta: el espíritu divino.
Para ello, consigue que el Demiurgo comprenda que ha de insuflar en esa imagen de sí mismo su propio hálito vital: El Demiurgo después de todo conserva dentro de sí una chispa divina procedente de la sustancia de su madre Sabiduría.
Al hacer tal cosa, el Demiurgo, sin saberlo, transfirió al hombre el espíritu divino que tenía en su interior, y él quedó desprovisto del mismo.
Así pues, la parte espiritual del hombre no tiene su origen en la creación demiúrgica llevada a cabo a partir de la materia, sino que procede de Sabiduría, y por tanto del Espíritu.
El hombre está integrado por una parte material, el cuerpo, y una parte espiritual cuya patria no es este mundo. En algún momento la parte espiritual del hombre tendrá que regresar al lugar del que procede.
El Salvador, que ya redimió a Sabiduría, tendrá que rescatar también al espíritu del hombre, encerrado en el cuerpo, y conducirlo al Cielo/Pleroma, que es su verdadera patria.
El Demiurgo, convertido en enemigo del hombre, que, desde que recibió el espíritu, se “parece” más a Dios que el Demiurgo mismo, hará todo lo posible para que su creación no sea rescatada, y se opondrá al Salvador cuando éste descienda del Cielo para recuperar esas chispas de espíritu prisioneras en la materia.
A través de la procreación y multiplicación de los seres humanos, el espíritu que late en éstos va olvidando su origen.
El Demiurgo pretende con ello que el espíritu quede definitivamente ligado a la materia y no aspire a regresar al Cielo junto a Dios.
La mayoría de los humanos, embotados por la materia, se irá olvidando de que porta en sí esa “chispa divina”. La ignorancia de que su espíritu es igual al de Dios, de la unidad sustancial del espíritu humano con la divinidad, hace que el hombre quede reducido a lo material.
Pese a ello, el espíritu debe ser salvado de la carne, del universo material, que en algún momento volverá a la nada.
Para liberarlo y hacer que el espíritu vuelva al Cielo, el Pleroma envía a la tierra al Salvador.
El Salvador o Revelador descenderá desde el Pleroma, atravesará las esferas de los cielos que circundan la tierra engañando a los ángeles del Demiurgo que las gobiernan, y llegará a ella con la misión de recordar a los hombres que tienen dentro de sí una centella divina, que deben sacudirse el letargo producido por la materia, y hacer todo lo posible para retornar al lugar de donde esa chispa espiritual procede.
El modo de hacer recordar al hombre es la revelación de la gnosis, o conocimiento verdadero:
El Revelador hace que el ser humano empiece a formularse las preguntas esenciales, y le da los medios para responderlas.
En suma, le recuerda que su espíritu procede del Pleroma y que a él debe volver.
La misión del Salvador es enseñar al ser humano a liberar su espíritu de las ataduras del mundo, y, por lo tanto, del poder del Demiurgo, dueño de este mundo.
El Demiurgo, para impedirlo, provoca la muerte del Salvador.
Pero esta muerte es sólo aparente.
Mientras el Demiurgo da muerte a un ser meramente material, el Salvador regresa al Pleroma, una vez cumplida su misión.
Cuando a los hombres les llegue la hora de morir, su cuerpo perecerá y volverá a la materia. Los cuerpos no resucitarán. Pero el espíritu, si ya ha despertado, se elevará al Pleroma y se unirá a la divinidad.
Hasta que llegue ese momento, la vida del gnóstico ha de consistir en profundizar en esa sabiduría (gnosis) que ha venido a traer el Salvador, para escapar cuanto antes de la cárcel carnal y lograr que su espíritu retorne al Pleroma.
El espíritu y la materia, el mundo de arriba y el mundo de abajo, son inconciliables. El que recibe la revelación y quiere regresar al Pleroma debe rechazar todo lo material y corporal, por medio de la ascesis.
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