Jesús fue sólo hombre, adoptado como “hijo” por la divinidad espiritual como instrumento para la salvación, ya que la divinidad no puede contaminarse con la materia.
Dios confirió a Jesús una potencia divina para que pudiera llevar a cabo su misión en el mundo.
Jesús era un ser humano, elevado a categoría divina por designio de Dios por su adopción, bien al ser concebido, o en algún momento a lo largo de su vida, o bien tras su muerte.
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Adopcionismo de los primeros siglos (siglos II-IV):
Para el judaísmo, el mesías es un ser humano elegido por Dios para llevar a cabo su obra: tomar a los hebreos (un pueblo derrotado repetidamente por enemigos demasiado poderosos) y situarlos sobre todas las naciones. El mesías no es el Hijo de Dios, sino un hombre escogido por Dios.
Por otra parte, en la tradición greco-romana existían héroes elevados a la condición divina después de extraordinarias proezas. Así, Heraclés, que después de haber sido quemado en una pira es recogido por Zeus para gobernar a su lado.
Consiguientemente, el adopcionismo era fácilmente aceptable para los primeros cristianos, y asimismo resultaba fácil identificarse con un héroe como Jesús, un ser humano como cualquiera que es elegido por la divinidad, y que en consecuencia daba esperanzas de salvación a los propios cristianos, tan humildes como su mesías.
Hacia el año 150, Hermas, hermano del papa Pío I, escribió El Pastor, texto en el afirmaba que Cristo era un hombre escogido (“adoptado”) por Dios, que le insufló el Espíritu Santo o potencia divina.
Algo más tarde, desarrolló esta tesis un rico curtidor de pieles, Teodoto de Bizancio.
Teodoto, influido por las corrientes ebionitas y gnósticas, sostuvo que Cristo era sólo un hombre común. Su condición divina la recibió al ser “adoptado” como Hijo de Dios durante el bautismo en el río Jordán (según otros adopcionistas ello habría ocurrido bien durante la concepción o bien después de su resurrección). El Logos (o Verbo) era una energía divina que entró en Cristo para poder éste llevar a término su misión mesiánica.
A pesar de que Teodoto fue excomulgado por el papa Víctor a finales del siglo II, formó en Roma una comunidad de seguidores, quienes, para argumentar sus teorías, recurrieron no sólo a las Sagradas Escrituras sino también al pensamiento de filósofos como Aristóteles, Platón y Euclides.
Otros importantes representantes de la herejía adopcionista fueron Pablo de Samosata, obispo de Antioquía (excomulgado en el año 268) y su discípulo Arrio, y el obispo de Sirmio, Fotino (excomulgado en el año 351).
La secta de Teodoto tuvo, a mediados del siglo III, su último representante en Artemón o Artemo, que enseñaba en Roma.
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Adopcionismo hispánico (siglo VIII):
En el siglo VIII reapareció el adopcionismo, reformulado por Elipando, arzobispo de Toledo (entonces bajo dominio mahometano) y por Félix, obispo de Urgel (entonces bajo dominio franco).
El adopcionismo de la Iglesia Española, preconizado por Elipando de Toledo y Félix de Urgel, tuvo un matiz muy distinto al de Teodoto.
El origen de “Hispanicus error”, como se le llamó, es impreciso.
El nestorianismo había sido una herejía oriental que parecía haberse extinguido en sus tierras de origen.
Pero la colonia nestoriana siria había encontrado refugio en el extremo occidental, en Al-Andalus.
La tesis de la “adopción” fue importada de Oriente a Occidente en el siglo VII por Teodisco, sucesor de San Isidoro en la sede de Sevilla.
Teodisco fue depuesto de su dignidad por afirmar que Jesucristo no era Dios con el Padre, sino Hijo adoptivo.
Asumió esta doctrina en el siglo VIII el monje Elipando. Siempre dedicado al estudio, recibió influencias de las corrientes religiosas sirias, que habían llegado a la península procedentes de África en la juventud de Elipando.
Elipando llegó a ser arzobispo de Toledo, y como tal combatió los intentos de Carlomagno de someter la Iglesia española a la franca.
Elipando distinguió entre Jesús como Dios y Jesús como hombre.
Afirmó la existencia de una doble naturaleza de Cristo, una divina y otra humana: como hombre, Cristo es solamente hijo adoptivo de Dios, pero como Dios es verdadero Hijo de Dios, habitando un cuerpo humano.
Señaló así Elipando una doble cualidad de hijo en Cristo: una por generación y otra por adopción. Cristo como Dios es desde luego el Hijo de Dios por generación, pero Cristo como hombre es Hijo de Dios sólo por adopción.
“Jesús el hombre” es el hijo adoptivo y no natural de Dios.
El primero en responder a la doctrina del metropolitano de Toledo fue el monje español Beato, abad de Santo Toribio de Liébana, que hacia 785 envió a Elipando un escrito titulado Apologeticus en el que le manifestaba sus dudas sobre la doctrina expuesta por éste.
Beato de Liébana, junto con el obispo de Osma y el Reino de Asturias fueron los más tempranos combatientes del adopcionismo.
Elipando convenció a Félix de Urgel, famoso por su sabiduría, y éste entró en la controversia como aliado de Elipando y se convirtió en líder del nuevo movimiento, que se llamó "Haeresis Feliciana".
Félix citaba innumerables textos de la escritura y encontraba en la literatura patrística y la liturgia mozárabe expresiones tales como “adoptio”, “homo adoptivus”, aplicados supuestamente a la Encarnación de Jesucristo.
Si el adopcionismo tuvo influencia en España durante décadas y se extendió por el sur de Francia, se debió a que la invasión islámica había anulado el control de Roma sobre la mayor parte de España y a que Carlomagno adoptó una postura conciliadora, puesto que, pese a su lealtad a Roma, no quería ganarse la enemistad de aquellas provincias.
Al estar la diócesis de Urgel en la Marca Hispánica - entonces bajo el dominio de Carlomagno -, la defensa del adopcionismo por parte de Félix hizo que la doctrina traspasara las fronteras y se convirtiera en una disputa de toda la Iglesia.
En 787 el papa Adriano I dirigió una carta a Elipando, llamándolo a que abandonara su herejía.
Al no lograr ningún resultado, en 792 el papa convocó, junto con Carlomagno - preocupado éste por la ruptura de la unidad del Imperio -, un concilio en Ratisbona.
Allí compareció Félix, quien expuso sus tesis, pero, tras largos debates, acabó retractándose de las mismas y condenando el adopcionismo.
Vuelto Félix a su sede en Urgel, incitado por Elipando, retomó el adopcionismo y se trasladó a Toledo, donde tenía mayor apoyo.
En vista de esa persistencia y de las cartas que Elipando había dirigido a muchos obispos germanos y franceses, en 794 Carlomagno, con el consentimiento del papa, convocó otro concilio general en Francfort.
En él Elipando expuso sus creencias sin ceder un ápice.
En 799 el papa León III convocó en Roma un sínodo que pronunció un anatema contra Félix.
Félix fue convocado nuevamente por Carlomagno en Aquisgrán, donde, después de haberle insistido varios obispos en la falsedad de su doctrina, con razones de la Sagrada Escritura, el prelado de Urgel renunció a ella.
El emperador le ordenó permanecer en Lyon bajo la vigilancia del obispo Leidrad, y acabó pareciendo que su conversión era genuina.
Sin embargo, a su muerte, Agobardo, el sucesor de Leidrad, encontró entre sus papeles una retractación definitiva de todos sus anteriores retractaciones.
Elipando, por su parte, murió sin abjurar de sus doctrinas.
El adopcionismo no sobrevivió mucho tiempo a sus autores.
Lo que Carlomagno no pudo por la diplomacia ni por los sínodos se consiguió gracias a sabios como Alcuino, que combatió con éxito las formulaciones adopcionistas en los tratados Adversus Elipandum Toletanum y Contra Felicem Urgellensem.
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Adopcionismo de Abelardo (siglo XII):
Abelardo consideró la humanidad de Cristo el hábito externo e instrumental del Verbo y negó la realidad sustancial del “hombre Cristo”. El “hombre Cristo” no podía ser llamado el verdadero Hijo de Dios.
¿Era un hijo adoptivo de Dios?
Abelardo rechazó toda relación con los adopcionistas, pero, una vez que su teoría se extendió más allá de Francia, a Italia y Alemania, su discípulos fueron menos cautelosos que su maestro.
Luitolfo defendía en Roma que “Cristo, como hombre, es hijo natural de hombre e hijo adoptivo de Dios”; y Folmar, en Alemania, llevó su postura hasta las consecuencias más extremas negando que Cristo como hombre debiera ser adorado.
El neo-adopcionismo de Abelardo fue condenado por Alejandro III en un documento de 1177: “Prohibimos bajo pena de anatema que alguien se atreva a afirmar que Cristo como hombre no es una realidad sustancial, porque, como es verdaderamente Dios, así es verdaderamente hombre”.
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