El catarismo se desarrolló en un pequeño mundo lleno de poesía y de música. Sabemos poco de ellos, nos ha quedado poca información sobre cómo era su vida cotidiana, pero es imposible que no hubiera música y poesía en ella. Es imposible que no estimaran el valor de éstas como medio de comunicación con Dios.
La música de órgano escuchada en la penumbra de un templo es lo más próximo a la voz de Dios que pueda llegar a captar el oído humano. Con independencia de las creencias religiosas de cada uno, escuchar a Bach en la penumbra de un templo constituye una experiencia trascendente.
Hoy se da poca importancia a la música como lenguaje para la comunicación con Dios. No es lo mismo escuchar a Bach o a Mozart que escuchar bobas melodías de música ligera interpretadas con una guitarrita y voces algo desafinadas. Los que tocan las guitarritas y cantan con más voluntad que arte a lo mejor se divierten, pero ése no es el lenguaje más adecuado para la comunicación con la divinidad, para la relación del hombre con Dios, para la conexión con lo inmaterial.
En la catedral de Valencia se descubrieron a comienzos del siglo XXI unos frescos renacentistas que durante siglos habían permanecido ocultos tras una doble bóveda en la capilla mayor.
En mayo de 1462, una bengala despedida por la “palometa” que representaba al Espíritu Santo descendiendo desde lo alto del cimborrio prendió en los paños que enmarcaban el retablo gótico de la catedral, y el fuego destruyó la decoración del ábside y de su bóveda.
Cuando llegó a la ciudad su Obispo, el valenciano Rodrigo de Borja - futuro Papa Alejandro VI -, trajo consigo al pintor Paolo da San Leocadio, natural de Reggio, en Lombardía. El artista italiano emprendió la restauración de las pinturas del altar mayor en 1472, bajo el patrocinio del Obispo.
San Leocadio pintó dos ángeles en cada entrepaño de la bóveda, hermosos ángeles con luminosas alas desplegadas. Utilizó los mejores pigmentos, como el azul de malaquita y el oro de ley. San Leocadio pintó doce radiantes ángeles músicos. Fue un trabajo minucioso, detallista, religioso, hecho con la conciencia de que no importaba que el ojo humano sólo lo fuese a ver a distancia. San Leocadio estaba estableciendo a través de su arte una directa relación con Dios que iba más allá del resultado material.
Los ángeles músicos son un tema permanente en el arte cristiano, pero los ángeles músicos de San Leocadio son algo más que la decoración de una bóveda.
Paolo da San Leocadio no volvió a pintar al fresco y, en el resto de su extensa obra en Valencia, se mantuvo en un estilo mucho más contenido y formal, como el del retablo de la Colegiata de Gandía o el de la Virgen de Gracia de Enguera, revestida de pesados brocados a la manera flamenca.
La obra de San Leocadio en la catedral desapareció en el siglo XVII, cuando en el año 1672 el Arzobispo Luis Alonso de los Cameros decidió reformar la capilla mayor y sustituir las pinturas del ábside por mármoles y adornos barrocos.
Sin embargo, sorprendentemente, los ángeles de la bóveda no fueron destruidos sino que quedaron ocultados por la nueva cúpula, que arrancaba unos 80 centímetros por debajo de la anterior.
En mayo de 2004 comenzó la obra de restauración de la decoración barroca del ábside de la catedral.
El 22 de junio, a través de un pequeño orificio, se pudo ver el primero de los grandes ángeles que rodeaban la desaparecida clave, la obra del pintor lombardo, oculta durante siglos y perfectamente conservada.
Ahora, tras casi tres años de restauración, ahí están, los ángeles músicos.
Estos ángeles están vivos y tocan de verdad. Arpa, cítara, pandereta, vihuela, viola de arco, laúd, organetto, flauta, trompeta, dulzaina, dulcemelos.
Cuando los ocultaron en el siglo XVII, a varios de ellos les taparon la boca con una pella de yeso. ¿Por temor? ¿Por burla? Algo muy fuerte debieron sentir los artífices de la ocultación.
Ahora, tras siglos de oscuridad, ahí están, luminosos, los ángeles de San Leocadio, haciendo sonar sus instrumentos para construir un puente que comunique a los hombres con Dios.
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